27/9/11

Solo son números. Lo sé. Como los que cambian en el reloj de un aeropuerto mientras estás esperando. Números que se parecen o se confunden con el tiempo. Llevar ya más de 75.000 visitas en este blog es algo inquietante. Lo es porque cuando entro no veo a nadie. Solo yo y mis cosas: a veces un teatro abandonado con el escenario lleno de fantasmas que han tomado la costumbre de permanecer a mi lado. Uno le coge cariño a todo. Sea bueno o malo se te acaba metiendo dentro. Por las mañanas me siento junto a esas presencias y escribo. Mientras lo hago siento que se congregan en torno a mí como los viejos que miran el movimiento de las grúas en una obra. Con las manos enlazadas a la espalda observan el vaivén de las palabras, su pulsión rítmica que avanza ocupando lo que antes era luz blanca. Eso les gusta. Puede que al final lo haga por ellas o por ellos y por sus ruidos guturales que viajan por mis oídos como monedas de oro blando. Más allá de sus sombras están los otros, los que leéis esto después. A vosotros me cuesta más imaginaros. Sobre todo ver vuestras caras mientras lo que aquí escribo pasa a perteneceros. Leer es ponerse el abrigo de un muerto. Paseas con él y te sientes bien. Nadie lo sabe. Nadie por la calle se detiene a observarte. Solo tú sabes que esa prenda no era tuya, pero te la encontraste y decidiste que viajara contigo. La ropa ajena pesa menos. Te la puedes quitar y dejar abandonada en una esquina para que otro que pasa detrás se la ponga. La literatura propone un juego de mundos prestados de los que vamos saltando. Es algo infantil. Es como cuando cruzamos un río caminando sobre unas piedras: confiamos en no mojarnos pero si lo hacemos, si al final sucede, nos hará gracia y otros en la orilla reirán al vernos empapados. Yo también salto de un planeta a otro. Lo que pasa es que antes no miraba atrás y ahora sí. Ahora me llena de alegría ver a los que me siguen y lo hacen por el puro placer de espiar otra vida distinta a la que la naturaleza les obliga. Resulta muy difícil entender todo esto. A ratos pienso que es un milagro poder entenderse. Decir bombilla y que el otro la encienda. Decir noche y que muchos duerman a tu lado o en el suelo y que esperen ver los mismos fantasmas que te acunan y te clavan alfileres a la vez. La puerta de esta casa se ha abierto más de 75.000 veces desde que empecé. Da miedo. Me siento como el vigilante de un museo que se sienta en una silla de enea y escucha la radio bajita para no molestar a nadie. Esa medalla enmarcada la ganó mi abuelo en África, explico maquinalmente. Ese es un dibujo de Mireia que hizo a los tres años. Ese soy yo. Esa es la lluvia de un día que ya no recuerdo.

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