29/9/11

La muerte de mi abuelo en 1993 me habló por primera vez de la existencia de una luz. No se encendió sola a raíz de su fallecimiento ni me refiero a que asistiera, el solitario día de su entierro, a ningún hecho mágico con el que años después deslumbrar a alguien en una cena. Solo fue una evidencia, puede que un embrión insignificante que más tarde tomaría forma. Al principio, el descubrimiento me produjo más inconvenientes que ventajas. Sabía que existía. Creía que era la clave para acceder a la cámara secreta de mi pirámide, en la que se encontraría mi inventario personal (si es que tal cosa existe y no abochorna a nadie la simple mención de un término tan melifluo). Pero había que buscarla. Me sentía obligado a palpar las paredes en la oscuridad e ir avanzando hacia donde buenamente creía que se encontraba. Así lo hice durante mucho tiempo. Demasiado. Mi instinto me decía que si era capaz de encontrarla mi vida pasaría a la gran fase. Me esperaban terciopelos espesos y el sonido de mis pasos sobre una tarima noble. ¿Por qué la juventud, entendida como iniciación o pista de despegue, tiene siempre tan poco sentido del humor? En 1993 aún no había cumplido los treinta años pero estaba en la frontera de ese tiempo esplendoroso en el que no se advierten altibajos ni se intuye la cercanía de la cumbre que antecede a la caída. Todo, absolutamente todo, apuntaba a un hallazgo teatral y desproporcionado. Y no era otro que escribir. Lo que interpreté en esa luz era la obligación de descifrar mi vida a base de palabras. Lo malo es que no recibí muchas más noticias ni instrucciones de cómo hacerlo o por dónde empezar. El primer impulso me llevó a no prestar mucha atención a las señales. Había que arrancar. Era cuestión de poner palabras en fila india justo a continuación de donde descansaba el féretro de mi abuelo en aquel cobertizo improvisado de la residencia rodeada de pinos. Si la luz se encendió en ese momento era lógico pensar que lo primero sería buscarla a partir del muerto. ¿Del muerto o de la muerte? El primer asalto fue el cadáver: observarlo, estudiarlo, permanecer cerca mentalmente hasta que los indicios se hicieran tangibles. Pensaba que si me sentaba junto a él, si resistía el asco o el extrañamiento de permanecer inmóvil junto a un cadáver, conseguiría ver el camino. La escritura es ingrata. Las palabras cabalgan casi siempre en desbandada. A partir de entonces (y sin ser consciente de todo esto) comencé una cruzada particular contra mis tinieblas. El tiempo fue pasando y un día de finales de 2008 me creí en condiciones de empezar una novela. La escribí deprisa y creo que me sirvió para demostrarme que podía hacerlo. Las mejores cosas de la vida ocurren así: su inutilidad o las deficiencias de ciertos actos vienen después de que la sangre se encienda y caliente nuestra autoestima. Fue necesario, didáctico y hasta terapéutico, aunque literariamente insuficiente. Ahí está. A veces me mira. A veces se ríe de mí. Otras nos reímos juntos. Creo que nunca escribiré otra novela que esté muy lejos de esa. Me gusta pensar que todo lo que escriba a partir de ahora será consecuencia de esa luz incierta que todavía no he conseguido localizar. Pasada ya la juventud (o al menos así cuenta tener 44 años en nuestra cultura actual de hipermercado) me siento más libre para interpretar que quizá esa luz no sea otra cosa que una parte de mí que no tiene miedo y que trata de decirme que siga, que busque, que no pare hasta encontrar lo que tantas veces he imaginado.

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