17/10/11

Cuando llevo días sin entrar aquí me siento culpable. He creado un monstruo y es mío y requiere alimento, me digo. Ninguna de estas tres cosas es cierta pero acabo creyéndomelo por pura inercia. A pesar de las mentiras y del movimiento hipnótico que me absorbe, me hace feliz volver. Abro ventanas, subo persianas. Todas esas alegorías de una casa que has habitado o habitas con frecuencia. Puede que la escritura al final sea algo así: una casa prestada o tomada a la fuerza por el ímpetu de tus intuiciones. Cuando entro noto el silencio, esa mantequilla rancia que lo embadurna todo y que tiene por costumbre confundirme. Pero sé que es una casa abandonada. Por muchas luces que encienda nunca acabará de ser mía ni podré devolverle todo lo que me ha dado. El ruido de mis pasos es lo único tangible. Y esas estúpidas satisfacciones de arrendatario, como la de mover los brazos ridículamente y hacer que bailo en el salón o que soy un actor frente al espejo del baño. Hoy, antes de entrar, ya con la llave en la cerradura, pensaba si de verdad necesitaba hacerlo: soltar a los perros-palabra para que me antecedieran, usarlos como señuelos o como mastines intimidatorios por si alguna sombra hostil me esperaba en el pasillo. Las palabras-perro salieron disparadas con la lengua fuera, retorciéndose de placer a cámara lenta; incluso las gotas de saliva se quedaron pegadas en la oscuridad como brillantes de la muerte. ¿Es necesario este ritual? Supongo que la respuesta es sí. Estuve ocupado con poesías, le digo al aire o a las paredes. Me creo en la obligación de una disculpa por mi ausencia. Sentados en el suelo están algunos de los que también entran en esta casa sin llamar. Es más suya que mía. Soy ya más ellos que yo. ¿Para qué seguir?, le pregunto a una mujer argentina que habla con su gato. Naturalmente no me contesta. Me asomo a la ventana del patio y repito la pregunta. No hay respuesta, solo las delicadezas iniciales del otoño que va bajando como una pluma de gaviota vieja. Tú inventaste todo esto. Tú los errores. Tú las intermitencias, me dice una voz imaginaria. Sí, pero fue por descuido más que por otra cosa. Y por necesidad, replica la voz. Cierro la ventana y sigo caminando por la casa como un emigrante dado en exceso a la nostalgia. Tendré que acabar viviendo aquí. Las casas no se eligen. Parece que nos elijan ellas y hasta nos determinen de alguna forma. Nos hacen parte de sus papeles pintados, de sus inconsistencias y filigranas, hasta de las humedades del techo acabamos siendo socios. Pero si solo son palabras, acaba diciendo la mujer del gato, no seas tan vanidoso. Sí, contesto, ojalá fueran otra cosa y estuvieran fuera de mí. Maldita esclavitud la de contar lo incontable. ¿Para qué sirve, insisto? ¿Qué hacemos aquí? Vete, me dice la mujer, hoy no deberías haber venido. Vuelve a tu otra casa, ama a tus hijas, besa a tu mujer y regresa cuando sepas algo más. Así lo haré. Salgo despacio, casi de puntillas y caminando de espaldas hasta la puerta. Hacía días que no entraba. Al girar la llave siento que algo en el estómago también gira dejándome un regusto de hierro oxidado en la boca. Debe ser otra trampa del tiempo, pienso mientras bajo agarrado con demasiada fuerza a la barandilla.

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