8/9/11

Se peinaba. Se peinó. O se peina. Sucede frente a un espejo que no era recto sino curvado. Pero no recuerda la forma exacta ni los arabescos que hacía la moldura de madera clara y veteada. Tampoco las islas de azogue que mostraban algunos lados formando el mapa de un mundo que ya no existe. Le peinaban. Era su madre con un peine marrón que hacía aguas. El olor de la colonia resbalaba con facilidad por el aire y era percibido como una ayuda para la felicidad que tendría que venir. El pelo se dividía sobre el cráneo en dos zonas. Había una raya a un lado, el izquierdo. El flequillo brillaba. Ayudaba la luz que estuviera presente: invierno (lenta y densa), verano (fresca, uniforme y con tendencia a un optimismo indescifrable). Sobre la cómoda había una figura. Un Cristo de manto morado. Llevaba una corona de espinas en la cabeza y mostraba diminutas lágrimas de sangre que alguien habría pintado con un pincel extremadamente fino y necesariamente con la ayuda de una lupa. Imaginaba su mano acercándose, temblorosa. O lo imagina ahora. El peine viajaba despacio acompañado por el susurro de una canción que era tarareada entre dientes. Muchas de esas melodías todavía sobreviven. A ratos en italiano y en francés. En determinados momentos salen. Sin motivo, en un ascensor o mientras busca unas llaves. Cuando pasa no puede hacer nada. Abre el grifo pero no sale el chorro, solo un ruido de tripas que anuncia el líquido que nunca llega. La casa a esas horas era un barco silencioso. Pero se movía. Había océano debajo y a los lados. La travesía se detenía para que el peine no se equivocara. Las manos del Cristo permanecían juntas. ¿Qué otra cosa podría hacer con las manos para no restar dramatismo? Las túnicas no tienen bolsillos. Nada entretiene del dolor. Los ojos del niño se clavaban en las lágrimas rojas mientras duraba la ceremonia del peine bajando y después recuperando altura para luego caer a los lados y curvar un camino que parecía automatizado. A pesar de la precisión dominaba el cariño. Una mano femenina se posaba en lo alto de la cabeza mientras la otra sujetaba el peine. Los dedos reconocían el terreno y se hundían en el pelo creando corrientes que llegaban nítidas al cerebro. Ahora cierra los ojos y no recuerda su imagen reflejada en el espejo. No puede asegurar nada. La devastación del tiempo hace que las noticias llegadas de esa época sean deformes. La adulteración de la memoria impone sus leyes. Ahora inventa, le dice al oído. Ahora siéntate y cuéntalo tal y como creas. O como puedas. La memoria se sienta a su lado y se ríe de los intentos. Es como ver a una rata montando en bicicleta. La rata se desespera porque quiere agradar a alguien que no conoce ni puede ver. Espera su aprobación. Quizá un aplauso seco desde el fondo de la sala cuando acabe la representación y un foco ilumine por fin a ese desconocido.

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