6/9/11

El tipo estaba cansado. Venía del infierno. Solo quería llegar a un sitio y quitarse los zapatos. Cuando se llega de un viaje largo y se viene del infierno lo que uno quiere es beber cerveza a morro, sin vaso, procurando que el primer trago vaya directamente al interior de los ojos y arrase las telarañas que produce la contemplación del aburrimiento. El tipo estaba cansado y soñaba con una cama. Quería cerrar los ojos y que al abrirlos fuera otro día y que amaneciera en otro cuerpo, uno que pudiera subir las escaleras del cielo con parsimonia y seguridad, a paso rimbombante del que se sabe aceptado de antemano. Al despertar vería a Dios. Subiría a lo alto de la escalinata de mármol y desde allí divisaría la explanada. Muchas veces había imaginado ese momento: la niebla baja sobre el lago, el gran ciclorama esférico de dimensiones inimaginables, las barcas, los árboles artificiales, los altavoces de los que salía el gorjeo de unas aves desconocidas, la cadencia arrítmica del viento y más allá, Él. Estaría de espaldas jugando con un palito, quizá la rama de un castaño viejo que alguien le hubiese traído de recuerdo. Tendría las piernas cruzadas como una azafata delgada que esperase a su amante en la barra de un bar de aeropuerto. Así sería. Y con bigote, no con la barba romántica con la que le representaban. Tendría un bigote espeso y caído pero muy cuidado. Tendría la frente estrecha y unas manos huesudas de cirujano.
El tipo solo quería tumbarse en la cama del hotelucho. Rezaba para que el luminoso no chisporrotease de madrugada haciendo trizas su sueño. Odiaba permanecer horizontal y con los ojos abiertos. Era una muerte de teatro pero sin espectadores. Cuando le pasaba siempre recordaba los días en el infierno: las tuberías, las ratas, la moqueta gris de los pasillos, el café malo, las disputas de los empleados por ocupar una mesa cercana al jefe. Lo peor del infierno era el vaho de la sopa al atardecer. Las salas y los pozos se llenaban de una paz estúpida, como si cerca hubiese una abuela desquiciada que llamase a alguien con desesperación. Quizá ese olor fuese simplemente la muerte o el silencio. Quién sabe. Pero ahora solo quería dormir. Venía de un lugar en el que hasta las sombras pesan en los hombros y tiran para abajo como si hubiese más inframundo, una zona abisal desocupada que llevara su nombre y la intención de sepultarlo de por vida. Al cerrar los ojos comprendió que lo próximo sería el estado de tránsito, el frío del mármol en la mano mientras sus piernas ascendían la escalera. Y después el lago, la bruma, los altavoces, y luego Dios. Se volvería despacio y le miraría los zapatos para saber su lugar exacto de procedencia. Vienes del infierno. Vengo de una tierra aburrida con emociones en diferido y voces que no cesan. Vienes de allí, le diría al final. Ven. Después se sentarían juntos sin decirse nada, a la espera de algo que no sabían si pasaría. También el cielo tiene zonas oscuras. También el silencio se cuela de abajo a arriba como un gas innoble que martiriza. No dirían nada. Mirarían el lago y las dos barcas en medio que parecían no obedecer las leyes de un medio líquido. Pétreas. Dibujadas, más que reales. El tipo quería ver todo aquello tal y como se lo habían contado, pero al despertar le fallaron las fuerzas y acabó en otro lugar que no conocía, uno en el que no hacía falta abrir los ojos para comprender nada.

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