11/9/11

La última luz del día se ha quedado prendida en los toldos de un ático frente a nuestra casa. Lo he descubierto mientras esperaba que el horno se calentase para hacer costrinis. Es fácil vivir, pensaba en ese momento. También lo pensaba hoy al despertar de la siesta. A veces sucede. Aunque no duerma profundamente caigo en un estado de semidesconexión que me permite seguir escuchando las voces de mis hijas por la casa y a la vez estar en lo hondo de un pozo húmedo y amistoso al que no llegan las recriminaciones que me hace constantemente mi sensatez o mi sentido común de perro pastor. O tal vez el miedo. Al abrir oficialmente los ojos sentí que había pasado algo, que mi estado de ánimo era nuevo y hacía que los problemas con los que me acosté pareciesen difuminados por una bruma que en otras circunstancias se podría confundir con algún sucedáneo de felicidad. A veces sucede. Y cuando lo hace me dan ganas de fotografiarme por dentro para recordar cómo debería ser mi vida siempre. Como esa luz que he visto antes de cenar, la de los toldos de la pérgola. La tela blanca se movía a cámara lenta. Parecía un rey consciente de que su ejército de elefantes es invencible y por eso la tranquilidad de sus manos sobre las piernas y esa respiración calmada que tanta envidia levanta. La luz estaba allí. Era real. Solo tuve que asomarme un instante al mirador del salón para encontrármela. Nuestra casa olía a queso gratinándose y a final de verano; a recapitulación y a victorias momentáneas, como lo son casi todas. Me avergüenza que mis palabras no sean capaces de ir más allá, de analizar lo que significaba esa señal y lo que iba diciéndome por el aire mientras llegaba. El último sol del día en una fortaleza desconocida. La casa antes de la cena. La casa sumergida en el baño de plata que usa el tiempo para divertirse. Él y sus pinzas. Él y sus silbidos de artesano aburrido. Gracias a que de vez en cuando se le escapa algo, algún detalle, el reflejo del atardecer en un piso alto, una estupidez en su opinión, sin duda, una tregua para los que con ojos pequeños observamos el movimiento de la noria.
Después de cenar, con la noche ya sobre la espalda, he abierto el ordenador y he intentado contarlo. O contármelo. Quizá contárselo al propio brillo anaranjado y majestuoso. Soñaba ser por un momento un rey con muchos elefantes: un monarca sin miedo.

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