3/7/11

Segundo día sin Alba después de que ayer se subiera a un autocar a las diez de la mañana junto con otros como ella que llevaban maleta, saco y esterilla etiquetados con sus nombres. La casa ha asumido su ausencia mejor que nosotros. Las paredes aparentan la misma naturalidad de antes de la partida, cuando mostraban esos ojos grandes que vigilan el tiempo mientras Alba, en el suelo, justo en la frontera entre la tarima del salón y la alfombra burdeos, mira la pantalla con las manos apoyadas en la mandíbula inferior. Ayer ninguno de los tres quisimos dar parte de que ya no estaba, que no nos acompañó a Carrefour ni estuvieron sus palabras en el interior del coche, flotando y comentando los asuntos intrascendentes que hacen de la vida una experiencia agradable al tacto. No estaba su risa, como diría un bolero o un tango malos. Pero no era eso o no lo es hoy lo que nos entristece de una forma inconfesable. Mireia ha dicho que le duele la tripa, que quería la manta eléctrica mientras se tumbaba en el sofá requiriendo besos de su madre. ¿Qué te pasa?, le hemos dicho. Es que echo de menos a Alba. Ante esa respuesta no puedes hacer nada salvo abrazarla. Los niños no saben contar los días que faltan para que vuelva esa persona cuya presencia desean por encima de todo. A veces pienso que tampoco los adultos sabemos. Inventamos los calendarios para engañar a la bestia, pero solo es un papel. Los once días en los que no la veré, esos días en que ella tendrá la desfachatez de ser feliz lejos de nosotros, pasarán despacio y harán falta muchos utensilios eléctricos para alejar el frío que ha dejado su hueco. Solo es un campamento de verano, me decía ayer a mí mismo, es bueno para ella, crecerá. Pero las palabras de ayer hoy no me sirven y las veo tiradas en el suelo como los globos pinchados de las fiestas de cumpleaños. ¿Qué se puede hacer cuando una persona que quieres no está? Puedes leer a Claudio Magris, maravillarte por la biblioteca mental que ha ido construyendo con el tiempo; puedes aprender de su paciencia y de las cosas de sus viajes de Marco Polo casero y sin barco. Las horas pasan y te van diciendo cosas que ya sabes. Sus intentos pasan por ser los de esas tías de la infancia que te decían que mejorarías al día siguiente cuando estabas en la cama con fiebre. Pero Alba no está. Quizá en el momento en el que escribo esto esté riendo como es su obligación o desplazándose por una tirolina que cruza un río. Que no sepa que nos ha dejado aquí con una herida que no se cerrará hasta su vuelta. Lo que ha hecho es ofrecer un adelanto de lo que será el escenario de su vida adulta: la distancia, las certezas a medias, la melancolía del tiempo pasado en el que su cuerpo estaba ahí, sentado, al borde de la alfombra y con la atención puesta en una película que me era ajena.
Ya casi es mediodía. Segundo día de navegación sin ella. El mar de la casa ha decidido precintarse, congelar sus olas y hasta el vuelo superficial de las aves acostumbradas en esta época del año. Mireia se refugia en la tele. Yo en el único hueco que acepta el tamaño difuso de mi alma.

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