4/7/11

A veces los sentimientos son como los gases que producen los intestinos. Su emanación en público desata el mismo bochorno. Uno puede aceptar la declaración de dolor de una canción. Sabe que van a ser tres minutos y medio. Sabe que alguien se puso ante un micrófono y la grabó con el ánimo de desatascar las tuberías menos accesibles del corazón. Lo inadmisible es la manifestación espontánea. Ver a dos personas besándose puede acarrear envidia si uno no está enamorado o asco si lo está pero no es correspondido. La alegría de un equipo juvenil de baloncesto que festeja una victoria en la Terminal de llegadas de un aeropuerto mientras tú no encuentras ningún motivo para saltar y tienes que vadear el tumulto pensando que esa alegría no va contigo, que es una manifestación ajena, intransferible. Los que mendigan en los transportes públicos, los que cuentan sus desgracias con un paquete de pañuelos de papel en la mano y la mirada perdida en un punto vago e indescifrable, también producen esa sensación que muchos evitan desconectándose detrás de unos auriculares o escondiéndose en las manoseadas páginas de la prensa gratuita. Esperamos allí que se callen, que cese su discurso, que pase la nube y todo vuelva a ser acostumbrado, respirable. Si vemos un niño afectado por alguna enfermedad de los huesos en la piscina de nuestra urbanización sentimos lástima, pero no tanta como para instalar su imagen en un lugar visible de nuestra memoria, allí donde al abrirla aparezca y nos recuerde la dolorosa imperfección. En las películas transigimos. Decimos, venga, lo espero, cuéntame un drama, yo estoy cómodamente sentado en mi butaca favorita, desde este lugar puedo soportar los zarandeos, la injusticia, el sinsabor; estoy preparado para asumir que realidad es antónimo de sueño. Es fundamental trazar la línea que separa la ficción de la no ficción, como hacen las grandes librerías: dos categorías, dos mundos que nada tienen que ver. ¿Es tan fácil? ¿Existen realmente esos dos estados o es otra ficción más que nos hemos tenido que inventar para engañar al dolor? A veces los sentimientos se quedan en casa, al fondo de un maletero, en el cuarto sin luz, a la espera de tiempos mejores. Con los sentimientos en casa nos sentimos más libres. Podemos fantasear con la inmortalidad. Si compro este coche la muerte saldrá despavorida y olvidará mis señas. Si viajo en ese barco le daré esquinazo. Pero al final somos como ese príncipe alemán que salió huyendo de la muerte en su caballo sin saber que cabalgaba con ella detrás en su silla, con su aliento negro en la nuca como una lanza lenta que nunca olvidará a dónde va.
Hoy, mis gases emocionales andan revueltos, deben ser los virus del verano o el recuerdo estroboscópico de otros días similares en otras épocas, imágenes que hoy vienen por su camino de revueltas, apartando ramas secas y pateando piedras y lagartijas muertas. En días así lo mejor es ir a ese lugar en el que no hay nadie y sentir el alivio de la sombra y de la soledad frondosa que nos permite ser lo que somos.

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