1/7/11

La tarde pasa de largo. Y hace bien. Está a sus cosas. Acierta al desentenderse y hacernos ver que no somos tan importantes, que no camina para nosotros con los brazos abiertos y bajando una escalera a lo Gloria Swanson. Las personificaciones son peligrosas. Quedan bien para leer en una tumbona o al borde de un césped regado por aspersores lentos que giran escupiendo diamantes. Pero engañan. Puedes pasar de la aurora de los rosados dedos a los perros del infierno. Mejor sería evitarlas y contar con honestidad. Por ejemplo, la tarde se ha puesto rara después del último baño. Al salir del agua el cielo estaba agrisado y soplaba un viento incómodo. Ya. La información queda expuesta para el que la necesite. También se podría haber relatado esa porción de tiempo con insinuaciones telegráficas. Tarde de gato enmarañado. Piel de ballena al salir del agua. Cielo manchado. Ninguna bayeta a la vista ni intenciones de alargar la mano. Tampoco se aprecian entre los asistente voluntarios que apunten a lo alto con sus pulverizadores: ris, ras, azul limpio y a casa. Por mucho que la nombre se va. Sé que solo es un espasmo giratorio sin importancia, una inercia planetaria sobre su eje; y a lo lejos el sol, ajeno o dormido pero con los ojos abiertos. Somos moscas en un baile nupcial. La tarde llega, la tarde se va. Las nubes nos cubren y a cambio nos dejan caer el velo incierto de las sombras. Ellas son el alimento de lo perdido. El velo incierto de las sombras es una concatenación de palabras que produce tristeza, pero ¿y el alimento de lo perdido? ¿será una forma de decir que la nostalgia se retroalimenta o que sencillamente nos come cada día, que somos su pan de molde en el que pone sus otras cosas, los condimentos que va rascando de la vida cotidiana? Sé que salí de la piscina y tuve frío y que miré al cielo y de pronto todo eso había pasado. Cogí la toalla y me metí dentro. Miré a mis hijas con el pelo mojado sobre los tallos verdes, el bosque para el que somos gigantes que huelen a cloro, seres que producen sombras alargadas y dejan caer agua artificial que no viene de más arriba, de donde las nubes que se han puesto sucias de que no las mire nadie. Subí las escaleras metálicas. Hasta pude ver mi rostro espigado ascendiendo. Todo fue fugaz. Luego mis pies dejaron marcas de su tamaño hechas de agua. Había un reguero que después cesó. La toalla era azul y me envolvió. Cuando miré hacia arriba ya no estaba lo que estaba antes. Gloria Swanson bajaba tan despacio su escalera porque lo sabía. Allí lo llamaron crepúsculo de los dioses: se dice de todo eso que acaba, que decae, puede ser el tiempo entendido como conjunto de años o también como las nubes que ahora ya no están. Todo se mueve tanto que no da tiempo más que a desesperarse. Se va. Pasa de largo. No se despide. La de mañana será otra y nosotros también.

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