28/6/11

Jean Echenoz tiene la culpa del calor. Se sienta en su sillita de contar y empieza a darle. Pum, pum, pum, con su metrónomo de fabricación casera colgado del cuello. Cuenta mientras come pipas, cosa que me enerva y hace que mi sangre se apelotone de envidia. ¿Quieres hacer el favor de darte un poco más de importancia? Me dejas en ridículo. A tu lado parezco un idiota sosteniendo su grandioso diorama bélico en un concurso de maquetas sin jurado, y además peinado con raya, mi cabeza brillando solitaria, fatua. Jean Echenoz tiene la culpa de que sude tanto cuando leo Me voy, esa novela en la que el protagonista se va al Polo Norte a buscar un barco naufragado en el hielo y cargado de valiosas obras de arte. Admiro la antiépica con la que cuenta el viaje, los detalles conmovedores como el que el protagonista alquile películas x para masturbarse en su minúsculo camarote mientras los bloques de hielo van pasando fotocopiados y lentos, porque eso es lo que haría un hombre que viaja solo y que no sabe que está preso en una novela. Pero por mucho que me hagas sudar y por los kilos de envidia que me fabrico al leerte, me gustas, maldito sociólogo e ingeniero civil francés. Voy por la página sesenta y ya me has convencido, ya estoy allí respirando el tufo de gasóleo de las motos de nieve y esperando ver lo que escondían las tripas del barco varado. Supongo que la literatura es eso y nada más: contar, ir hacia delante, mover la rueda de las historias lentamente, escuchar el chirrido de los engranajes y alegrarse de ello como un viejo argonauta. Me dejas un papel secundario, el de sudar y compadecerme, un pago difícil de evaluar a cambio de los seis euros que pagué por la edición de bolsillo de tu obra. Si algún día soy yo el que publico espero que me manden cartas así: tipos que sudan en otros países y que reniegan de la supuesta facilidad con la que pasan las cosas en las páginas, de cómo avanzan los ojos y después el dedo índice localiza el filo de la hoja y la pasa y después se suma otra haciendo que el tiempo se detenga o nos deje a solas un rato. Escribir no es difícil, lo complicado es hacer que esas ruedas gigantes se muevan, que el asunto parezca noria más que páramo por el que dar vueltas y perderse. Ya son demasiadas confesiones para un martes. Mi madre me regaña cuando lee esto. Me dice que me desprecio demasiado, que hago mal en enseñar las tripas y mis defectos, pero, ¿qué otra cosa puedo hacer, mamá? Si lo único digno de esta aventura es aguantar el espejo sin que me tiemblen las manos y encajar lo que me dice: eh, tú, niño bobo, aprende a escribir, no te conformes ni te complazcas, no sabes nada, no has conseguido llegar a ningún sitio, sigue, y no te quejes tanto, tus lágrimas no son ningún valioso combustible ni nadie las quiere. Me paso las manos por el pelo y apuro el café. La mañana es densa y luminosa. Debe pesar más o menos como un cachorro de hipopótamo. Con él avanzo en brazos condenado a la transpiración. Me voy. Cuando acabe el día espero haber aprendido algo.

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