27/6/11

El otro día le conté a un amigo que tenía ganas de usar la palabra lontananza. A veces me surgen este tipo de absurdas necesidades que debo atender: una palabra que un día aparece en la cabeza y ya no puede salir hasta que la vuelcas junto a otras y pasa al estado escrito. ¿Por qué apareció? Lo único que se me ocurre es pensar en la canción del mismo título que cantaba mi madre a comienzos de los años setenta. La lontananza sai è come il vento /che fa dimenticare chi non s'ama. La voz de Domenico Modugno y sus afectadas pajaritas me vienen ahora en imágenes con mucho gramo, como si fuesen emisiones de otro planeta que llegasen a un televisor muy antiguo que hice mal en no tirar. El diccionario de la Academia dice que lontananza significa a lo lejos, referido a cosas que, por estar muy lejanas, no se pueden distinguir. También se refiere a los términos de un cuadro más distantes del plano principal, quizá esas casas brumosas de los oleos de sala de espera cuyas pinceladas se hacen por un momento horizonte y por otras suelo o montaña y se confunden con los árboles o las nubes cercanas. El diccionario no dice nada de la lontananza emocional, no existe para los señores que se sientan en esas sillas con letras, como niños grandes que jugasen a inventar el mundo. Hay a lo largo de la vida tantas cosas que por estar tan lejanas distinguimos mal y confundimos, tantas que atribuimos a lo que no es o tergiversamos o deducimos lo erróneo y después damos por hecho para que el asunto deje de dar vueltas por dentro y se pare y nos deje vivir en paz. Yo el otro día no distinguí entre mi vanidad (o el orgullo primario de saberse en posesión de la verdad) y la cortesía que obliga a no querer tener la razón en una discusión. Se lo preguntaron un día a Borges en una entrevista y lo expuso más o menos en esos términos: es una descortesía querer tener la razón en una discusión, es una deleznable falta de tacto imponer una idea a otros y querer quedar por encima y que después de que hayas hablado se imponga el silencio. Yo lo hice y además con el agravante de ser un invitado en casa de un amigo. No debí seguir. No debí insistir ni que mi impulso buscara esa última palabra que creemos de metal noble y solo es la depauperada estatua de un yo rodeado de moscas. Tuve que haber recordado a Borges y no dejarme llevar por la engañosa lontananza que lo confunde todo. Además, ¿qué premio se le otorga al rey de la última palabra? ¿acaso vivirá más años que el resto o será llevado a hombros por las principales avenidas de la ciudad entre vítores? Muchas veces olvidamos la absoluta intrascendencia de nuestras palabras. Casi todo lo que decimos es prosaico. Casi todas las ideas que escuchamos suelen ser zafias, apresuradas, ilusas. Solo unas pocas nos alumbran, y cuando las encontramos, cuando estamos ante ellas, sabemos que ha merecido la pena lo otro, el basurero cotidiano de opiniones que mueren al nacer, los parches, los tópicos, los pensamientos mezquinos o atolondrados que nunca levantan un palmo del suelo por mucho que sus dueños se empeñen en decir: mira, fíjate qué alto vuelan mis palabras.
Y ahora, para el que dijo que la literatura no sirve para nada, aquí dejo mis dos pájaros de un tiro junto al cartucho que aún humea: la lontananza y mis disculpas, aunque bien pensado creo que las disculpas deberían estar en primer término para que no se enfaden ni los Académicos ni mi amigo.

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