25/6/11

Acabamos en el bar de una sala de máquinas tragaperras. Santi dijo que allí la cerveza era barata y la ponían muy fría. Nunca había entrado a uno de esos sitios. Al ir al servicio vi una máquina monstruosa que presidía el centro del local, una ruleta electrónica para seis jugadores. Estaba vacía. Las luces parpadeaban tristemente sin ser reclamo para nadie. El aire acondicionado zumbaba fuerte, añadiéndole más soledad a la foto de familia de las tragaperras desesperadamente ansiosas por la presencia humana que tintinea monedas en el bolsillo y posa sus manos en las teclas de colores y hace sonar del mismo modo su avaricia por dentro. Pero no había nadie. Solo Santi y yo. Le conté la idea de la novela en la que estoy trabajando. La cerveza no estaba tan fría. El camarero se disculpó diciendo que la cámara había estado parada gran parte de la tarde, por lo que no nos podía ofrecer esos tercios casi congelados de los que hablaba mi amigo y sí dos tubos de un líquido algo amargo y aguado que nos consoló del calor. Hablar de un proyecto tan imaginario como la escritura de una novela en una sala de recreativos no deja de tener su gracia. Ambas cosas comparten una misma patria: la fortuna. Escribir es también echar monedas al vacío y esperar a que te toque el premio; en lugar de otras monedas salen papeles impresos que después debes corregir y de los que casi nunca acabas de estar satisfecho. La suerte es una quimera y un aliciente para continuar. No hay mejor excusa que confiar en que acabará brillando la estrella, esa que tiene tu nombre, la de tu exclusividad, la no intercambiable por la de los sueños del vecino que mansamente introduce sus monedas en la ranura con un cuajo de otro tiempo o quizá de este y sea yo el que no lo ve. Después entraron dos chicos y una chica muy pintada que no hacía más que reír de forma exagerada. No sé porque lo hacía, lo que sí que puedo asegurar es que no era por los comentarios de sus acompañantes ni por su gracia. La chica llevaba su mundo dentro o lo que fuera que se estuviese bañando en la piscina de alcohol de su estómago. Es un vicio muy juvenil personificar a la noche: pensarla con labios, con ojos afilados y pestañas frondosas, incluso con frágiles dedos que pulsan el aire. Durante una época de la vida, quizá la que va de los 16 a los 25, es lícito imaginar así a la noche o por lo menos esas noches en las que comienzas a descubrir el mundo que cabe en un tramo de acera por el que corres casi sin tocar el suelo. La noche tiene esto y lo otro y me mira así, solía escribir yo a esa edad cuando llegaba a casa de madrugada. La noche solía compartir la mirada de la chica que me gustaba en esa época. Y es curioso ver la cantidad de merchandising que ha originado a lo largo de nuestra cultura popular más reciente este pensamiento estandarizado. Posters de ojos femeninos dominando un horizonte, ilustraciones de manos femeninas que surgen de un lago, siluetas de aerografía que se funden en un paisaje estrellado. Ya no sé a qué venía lo de la personificación ni la divagación sobre la espiritualidad juvenil. Puede que observar a los chicos del fondo de la barra me transportara a otra época o puede que la ubicación del bar me hiciese pensar en mucho tiempo atrás en los días en que frecuentaba esas calles con una chica que caminaba a mi lado y de la mano cuando la acompañaba a su casa de la calle Galileo. Por fuera hablaba de una novela que a mi amigo parecía interesarle. Por dentro ahora hablo de otra que nunca dejará de interesarme a mí.

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