5/7/11

Seguimos echándola de menos. Se ha convertido en una forma de vida. Comemos, cenamos, nos deseamos buenas noches, nos lavamos los dientes evitando el espejo y quizá esa expresión de ausencia que tendrán los ojos, perros sin dueño perdidos en un descampado del verano. Nuria cuenta los días. Ayer me dijo: quedan ocho noches, solo ocho y después se durmió con las dos manos bajo la almohada. Me quedé solo. La noche estaba arriba y a los lados, con su clásica pasividad, sujetando al viento por el collar para que no corriese hacia donde estábamos tumbados. Doy una vuelta. Doy cien. Bajo mi almohada no había manos, solo un aparato que imita voces humanas que hablan de fútbol. Qué lejano resulta todo cuando no estás, Alba. Mi manía de recordarte data de los pocos minutos después de que nacieras. Ya lo he contado muchas veces. Empiezo a ser una centrifugadora del tiempo. Las bobinas de cobre de mi motor se recalientan cuando pienso en ti. Por la mañana abandono la cama y vuelvo a representar al hombre de las obligaciones. Debería tener dos cabezas: una para los trámites y otra para hablar contigo. Con la cabeza de los trámites puesta me vuelvo a cepillar los dientes. Mi obsesiva higiene dental no me llevará a ningún sitio ni me hará inmortal. Mi cabeza de los días sin ti lleva dos ojos desvaídos. Querría cambiarlos por esos que llevaba el oso de peluche que tenía de pequeño: dos botones negros. Ver el mundo a través de dos botones, asomarse a la realidad a través de ocho agujeros diminutos por los que pasarían la luz y sus verdades. Cuando me miras, Alba, sé que me ves así. Eres de las pocas personas que lo hacen. El resto solo ve a un hombre que suda, un vanidoso, un ensimismado. Tu mirada me convierte en catedral gótica. Me gusta tu manera. Se parece a los paseos de Guermantes, al Proust que leía mientras estabas en la tripa de tu madre aquel verano en Tenerife y después de comer se quedaba dormida y yo leía a su lado con la palma de mi mano izquierda sobre tu montaña. Poca felicidad conozco mayor que esa. Me gustaría pensar que las palabras del libro pasaban como una corriente continua por mi brazo y llegaban hasta ti reverberadas a través de las ondas de lago de cuento amniótico en el que flotabas. Qué misteriosas son todas las puertas y las tartas de payaso que nos tira el destino y los puñetazos y todas las flores podridas que nos regalan los desconocidos y hasta las zancadillas que nos enseñan los principios básicos de la verticalidad. Sigo sin saber por qué duele tanto. Por qué ahora al pensar en ti solo me sale tu hueco, un espacio que deberé amaestrar de aquí a lo que me quede. Amaestrador de espacios muertos. Necesito encontrar de nuevo la cabeza de los trámites, la de tomar café con leche y pensar en los puentes que quedan hasta Navidad, la de hombre corriente, la que no dice las tonterías que dice la otra cuando no estás.

1 comentario :

José Miguel dijo...

Mmm Jeje Me sobra ese "seguimos echándola de menos" si te refieres, como me parece a mi, a que está, tal vez, de colonias o en casa de un familiar...
No es que deberías, es que las tienes: Y no veo necesidad de que una destruya a la otra; una única cabeza, miles y miles de realidades...
¡Está bonito!