7/7/11

El canario tomaba alpiste en una lata de sardinas muy brillante que las manos de mi abuela introducían en la jaula mientras la pequeña bola amarilla se colocaba al otro extremo con el corazón redoblándole por dentro, asustado de la presencia que entraba en su mundo aunque fuera para darle de comer. No sé si esta operación la realizaba con la jaula colgada en el lateral del balcón o bien la descolgaba y la posaba en la mesa oscura del comedor que tenía unas patas gruesas con muchas nervaduras y adornos, allí el animal tenía una visión más amenazadora de la presencia voluminosa de aquella mujer que sudaba tanto en verano. Mi abuela usaba a principios de los años setenta unas gafas de carey con un filo dorado en la parte baja de los cristales. Desde allí me miraba triste cuando entraba en su casa y no la quería besar. Yo tenía cuatro años y ella setenta. Se movía despacio por el pasillo. Sus antecedentes coronarios le hacían sufrir mucho en verano. La recuerdo sentada en una silla del comedor, esquinada frente a un pequeño ventilador rojo que necesitaba un transformador de corriente para funcionar. Parecía el motor de una avioneta antigua, pero cumplía su función de borrar las gotas de sudor que aparecían por su frente y de las otras que se deslizaban por la nuca en reguero. Si estaba en otra parte de la casa utilizaba abanicos: negros con filigranas plateadas y otros de color rojo con motivos goyescos. Atravesaba el inmenso pasillo de la casa dándose aire y deslizando sus pesadas piernas despacio. Iba y venía acostumbrándose a la muerte, convirtiendo aquel corredor en una pista americana para acceder al más allá. Para que la besara al entrar se le ocurrió comprarme una locomotora a pilas que hacía sonidos y luces. Un día los dedos de mi madre pulsaron el timbre de su casa y al abrir la puerta vi aquella maravilla rodando por el recibidor. Me quedé quieto, tanto que mi abuela pudo ponerse a mi altura y besarme cuanto quiso. Sentí el resuello de su esfuerzo en la oreja que competía con la locomotora y mis ojos tan abiertos como muy pocas veces he vuelto a tener. Esperanza del Campo me daba miedo porque era una mujer muy grande. Su padre también dicen que lo fue. Y también dicen que murió un día a los ochenta y nueve años, una noche de verano después de cenar alubias con chorizo. Tenía una fábrica de carruajes en Valladolid y mi abuela se reía mucho cuando contaba que un día mató a un burro de un puñetazo.
Todo eso ya ha pasado, pero muchos meses de julio me acuerdo de ella, de cuando murió de un derrame cerebral un día en que el termómetro tenía ganas de asesinatos. Tardó varias horas en abandonar el mundo. Tumbada en la cama con los ojos cerrados. Mi madre le tuvo la mano cogida casi todo el rato mientras se iba. El cerebro se le fue encharcando de sangre y en ese líquido tan vivo naufragaron todas las cosas de su vida: sus recuerdos, sus misales con las tapas de piel tan suave, el nombre del canario, su infancia en Valladolid, los golpes de yunque de la fábrica de su padre que quizá le hicieran parpadear rítmicamente. Puede que esas dos horas de tránsito estuvieran ocupadas por esas imágenes, pero no lo puedo asegurar, no estaba dentro, no lo vi; quizás solo vio una extensión negra y plana y una bola muy luminosa acercándose muy despacio. Morir no es nada heroico. Sucede a diario e independientemente del día o de que sea julio. En la cocina de su casa quedó una bolsa con fruta que había comprado antes y que no le había dado tiempo a guardar. En el balcón cantaba un canario.

1 comentario :

José Miguel dijo...

¡Ay! Esa bolsa de fruta sin guardar por sus manos es lo que más doloroso encuentro...Yo ni la tocaría, ellí seguiría tiempo y tiempo, como una piedra, como un altar que solo puedes mirar con reverencia, supremo respeto, máximo amor...No podría tocarla, no podría...
Muy bonito, Luís.