7/6/11

Ve las nubes y se acerca. Recuerda otros días cuando las tenía debajo camino de una ciudad de la que no le sale el nombre. Sería Berlín o Ciudad del Cabo con esas plantaciones blancas que intuyó desde la altura cuando la señal del cinturón de seguridad se encendió acompañada del pitido. Las nubes siempre han sido causa de una reflexión pasiva que le proporcionaba las sensaciones necesarias para que los cañones dejaran de dispararle por dentro. Al atravesarlas sentía vértigo. Se imaginaba fuera de la estructura metálica de la nave y el vértigo se transformaba en asco. Pelusas gigantes sobre el cielo o bajo él o en medio como su cuerpo bajando a esa ciudad cuyas letras permanecen disueltas en los posos de la memoria. Ahora las observa desde su despacho. Las hay sucias y extendidas. Otras verticales como la que asoma por el pico de la ventana. Una vez volaba a una isla. Sentado junto a la ventanilla durante más de una hora fue un rey de manos enlazadas que asistía a un desfile pacífico. Los reyes voladores toman agua tónica y cacahuetes y se limpian demasiadas veces las comisuras de la boca por miedo a la indignidad de ser sorprendidos con una mota adherida. La majestad es incompatible con los restos de comida. En vez de corona llevan su reino imaginario en la cabeza. Las azafatas que reconocen a estos monarcas de incógnito no dicen nada. Algunas hacen fuerza con las manos para ayudarles a que la contemplación dure más, porque cumplir una superstición da seguridad y no hay motores que se incendien ni caras de pánico buscando una máscara de oxígeno cuando la fe es tan fuerte que deja de ser irracional. Le acompañaba un libro. Al pasar las páginas no pasaba nada. No había corrientes conectadas como en las novelas mágicas sudamericanas. Tampoco lo quería. Odiaba (o le hastiaba) pensar en esas conexiones que para él pertenecían a una época ya superada. Pero ahora está en la tierra. Sus piernas no la tocan pero la expresión es válida. Es un habitante obligado de la planta cero. Sube la vista desde su despacho y fantasea con la idea de los paraísos perdidos que venden las agencias de viajes. No le importaría ser uno de esos modelos que saltan en una playa: camisa blanca de lino, un sombrero, una sonrisa abierta, Malibú, Belice, Barbados. El olor de la cuatricromía le empacha. Los hombres de esas fotografías carecen de escrúpulos, son señales de tráfico, efectos luminosos para que la envidia prenda. Nunca le gustaron esos anzuelos ni sintió su gancho atravesando el labio superior. Sentado frente a la mesa de pino claro imagina una franquicia de agencias de viaje especializadas en nubes: rápidas, lentas, pesadas, de cobre, de plomo, en forma de red, con caras de payasos, perritos, cautivas, gregarias, sumisas, planas, bajas, victoriosas, parejas, nocturnas, radiantes, ancianas, también las de pensar en lo amado y lo perdido, las de muertos, redondas, huevos fritos o las clásicas de almohada. Su catálogo de nubes tiene tantas páginas como días ha vivido. Sopesa la idea de hacer un diccionario privado en el que cada una signifique una parte de su interior que no conoce. Las puertas de ese diccionario conducirían a regiones sombrías. En el camino habría señales de no pasar, habría perros, habría esqueletos de fieras, basura, charcos de sangre seca, octavillas de propaganda e invitaciones de bodas rehusadas. Ahora las nubes se han convertido en ejército acuoso. Se han marcado un objetivo secreto que envidia: desaparecer. La dependencia de su ánimo hacia ellas le incomoda. Estar a uno u otro lado parece vital para su alegría. Decide dejar de ver, acostar sus ojos, esperar a que no estén.

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