8/6/11

La cabeza de la mujer negra permanecía estática y sujeta por su mano haciendo que pareciese un cuadro. La culpa la tenía la ventanilla sucia del tren. El reguero seco de las gotas de lluvia formaba la estela de una cascada, como si alguien (quizá un diseñador gráfico voluntarioso) hubiese rebajado al veinte por ciento la foto dejando solo esa pátina traslúcida que ahora servía de fondo para que la cabeza de la mujer negra tomase su espacio dentro y configurase una obra quizá cercana al arte de lo instantáneo. ¿En qué pensaba? ¿Qué había dentro de esa cabeza que permanecía sostenida por la palma de su mano como el que sostiene un trofeo no merecido al final de una competición que incluso le aburrió por no encontrar oponentes dignos. Esa cabeza contenía el secreto del cuadro. Después mi vista se trasladó al cristal de la puerta contigua del vagón. También había sido decorado por la lluvia reciente y compartía con sus huellas los restos del pegamento de algún cartel que había sido arrancado. El resultado era la vista vertical de un canal de Venecia. Estaban las casas en primer término, poco esbozadas, hechas casi en un espasmo por un autor que le prestaba más atención a las ondulaciones del agua y a la ambición de poder captarlas en ese momento sin que se le escapasen del papel. Los edificios permanecerían siempre, pensó, el agua cambia, fluye, desaparece, porque está viva. La vista veneciana me hizo pensar en las casualidades y en esos caprichos estéticos que ofrece la normalidad: estar sentado en un vagón, ver un paisaje que de tan conocido desaparece cada tarde, el sol ausente, los árboles bajos que casi se diría que se esconden de las miradas y proyectan su angustia hacia el centro del planeta, mucho más allá de las ansiosas terminaciones de sus raíces. La cabeza de la mujer negra no obedecía a los cánones griegos pero su pelo tenía forma de animal salvaje: los surcos muy marcados, la textura rasposa y rebelde, la curvatura perfecta hacia el moño o recogido terso que lucía hacia el final, casi donde el hueso occipital se convierte en precipicio. Sus labios querían hablar de tristeza. Puede que su cabeza quisiese un micrófono discreto para que la boca se soltase. Solo había que abrir los labios y dejar que todo sucediese. La tristeza necesita vías de evacuación. Y no se para por realizar trayectos cortos y conocidos. No se conforma con tamborilear los dedos sobre el brazo de un asiento o con esas miradas suspendidas en el vacío de las que solo se sale por el sonido nítido y punzante de una cucharilla golpeando una copa de cristal. La mujer no sabía que yo la estaba dibujando igual que el pintor veneciano que se entretuvo en los cristales de las puertas de un vagón de cercanías. La belleza juega a la ruleta con los ojos vendados mientras suelta exabruptos y maldice a los que tiene al lado por ser más ciegos que ella. Todos estos asuntos fueron los que ocuparon mi cuadro en miniatura hasta que una voz enlatada (la realidad las usa a su antojo) me recordó que llegaba a casa. Al levantarme el asiento se abatió con brusquedad. La mujer no cambió la dirección de su mirada ni me dio las gracias. Tampoco yo a ella por prestarse. Al salir del vagón tuve que respirar varias veces con fuerza. Era un astronauta que regresaba de la luna con ganas de tintinear monedas en el bolsillo mientras camina por una acera soleada luchando aun con la nostalgia del aire terrestre todavía en el fondo de sus pulmones.

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