20/6/11

Tuve el libro en la mano pero no lo compré. Hice como hago siempre: abrirlo por una página cualquiera, la que el pulgar izquierdo elige cuando presiona el borde de papel y dice “aquí, lee esta, a ver si nos gusta”. Y leí un trozo y supe que era él, Marcos Giralt. Es un libro con cuatro cuentos largos que se llama El Final del amor. La microsección de narrativa española del Hipercor de Pozuelo estaba casi desierta. En verano me gusta ir cuando no hay nadie. Habíamos comido en un Burger. Íbamos con ropa de piscina. Me gusta cuando siento el aire acondicionado tan fuerte en los pies. Me gusta pararme con un libro en la mano y descalzarme un pie y posar la planta en el suelo y sentir ese frío amistoso que incita a comprar cosas sin pensar en mañana. Mis hijas estaban a pocos metros, en la sección infantil. Alba hojeaba libros para el verano, el bendito verano que pone las manos en forma de cuenco para que nos tumbemos y leamos a la hora de la siesta escuchando los aspersores y el cortacésped y los ínfimos rugidos de la depuradora de la piscina. Mireia desplegó un cuento y después se lo enseñó a su madre para que se lo comprara. Yo seguía con Marcos Giralt en las manos, intentando decidir si me lo comparaba o no. Si me lo compro, pensé, me dará envidia su forma de escribir de mira, no me fuerzo, sale solo, no me creo nada, solo son palabras que podría decir sentado en el taburete de un bar mientras hablo contigo. Si no me lo compro, en cambio, me quedaré por siempre sin hablar con él. Tendré que conformarme con verle a través del cristal del bar y será otro el que le escuche, el que asienta en silencio o cruce y descruce las piernas mientras le cuenta que el amor es un engaño que nos han vendido las películas y el excesivo romanticismo comercial de casi todo. Cogí el libro y fui a donde estaban mis hijas. Vi lo que tenían en la mano. Alba quería tres de una misma colección que le gusta. Abrí uno y sonreí al ver el cuerpo de letra tan grande y los dibujos y los cambios de color en algunas palabras. Todo eso también es el verano que entorna los ojos y nos perdona la laxitud y hasta la pereza sagrada por vivir en un país del sur del hemisferio norte. Después coloqué a Marcos Giralt sobre una colección de aventuras de hadas con lomo azul y letras doradas. Sabrá perdonarme porque a partir de los treinta grados incluso la envidia se ralentiza hasta convertirse en un sentimiento familiar y casi tierno o al menos no tan censurable como en invierno. Los cuentos de El final del amor descansan sobre otros cuentos hasta que alguien los rescate y les de mejor morada. Después pagamos. Mireia colocó los suyos con mucho esfuerzo en lo alto del mostrador. El frío artificial nos dio las gracias por nuestra visita, varias veces y con ademanes anticuados. Claro que sí, eso nos gusta. La falsa amabilidad es una droga legal que se puede consumir en cualquier sitio. Al salir al calor, camino del coche bajo su sombrajo de uralita, sentí lástima de Marcos y de mí mismo a partes iguales. De él por dejarle descansando allí, en ese exilio fantástico del que difícilmente será rescatado; de mí por ser un escritor envidioso que se descalza en los centros comerciales; y por la infamia.

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