21/6/11

Todos los 21 de Junio mi abuelo procuraba que el pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo superior de la americana (él la llamaba así y no chaqueta) se mostrase perfectamente doblado haciendo que asomara un leve pico que nunca quería ser triángulo sino una pequeña ondulación del horizonte de tela, quizá una señal para el exterior de que los años no se lo habían llevado todo y habían dejado un signo de coquetería dispuesto a defenderle hasta la muerte. Esos días, los 21, se celebraba en casa el santo de los Luises: abuelo, padre e hijo. Se compraban pasteles que eran desenvueltos al final de la comida y emergían a la luz del comedor como joyas de nata que hubieran sido esculpidas por un familiar desconocido pero que nos tenía aprecio. Mis manos de ocho años volaban hacia ellos antes de que la cabeza hubiese dispuesto las dianas invisibles, los puntos que cercaban el objetivo ya fuera alargado y con un ribete de crema brillante encima o bien los pequeños flanes de un amarillo tan intenso que hoy en día me produce tanta tristeza cuando los sigo viendo al pasar por el escaparate de una pastelería y algo por dentro me tira de la manga para obligarme a recordar. Mi madre sacaba el juego de café bueno y la sobremesa se alargaba entre el olor del tabaco negro de mi padre que cercaba como un fantasma los adornos de la lámpara de araña que colgaba del techo. Todos los 21 se repetía el ceremonial, aunque los años iban pasando y ya las manos no tenían tanta prisa por lanzarse a la bandeja y había más prisa por acabar y volver a la realidad tambaleante de la adolescencia con sus urgencias y sus puertas cerradas.
Ahora es raro que lo celebremos. En 1994 murió mi abuelo. Desde ese año la costumbre se diluyó en una simple llamada telefónica en la que, casi siempre al final del día, felicitaba a mi padre y luego él a mí. Esas conversaciones solo duraban dos minutos como mucho y en ellas hoy sigo notando la incomodidad de pensar en cómo el olvido o la propia inercia de las cosas se lleva las costumbres que reinaron antes. Esta noche cogeré el auricular rojo del teléfono del salón, respiraré hondo y después marcaré el número. Responderá mi madre, que aprovechará para felicitarme de pasada, evitando darle importancia a la fecha, asumiendo que los santos ya no se celebran, que son algo del pasado. Después se pondrá mi padre. Su frase empezará por la palabra hijo. Hijo, ¿cómo estás? Es lo que hacen los padres y los hijos, son sus preguntas, ¿cómo estás? Y detrás vendrá un incómodo silencio (como lo son casi todos) en el que ambos repasaremos sin quererlo la retahíla de días en que esta fecha suponía un hachazo a la normalidad que tintineaba en el filo de esas copas esmeriladas que se llenaban de licor de naranja hasta el filo y que desprendían un olor de seguridad infantil, de casa con cercas electrificadas que me defenderían de todo lo desconcertante que trajera el futuro. Quizá hoy debería recordarle a mi padre algo de todo eso o dejar que fuera él quien abriera fuego y soltase lo que a lo mejor ha ido cargando dentro y de lo que no sabe cómo zafarse, cómo liberar la carga en un lugar adecuado sin que ocasione daños. Difícil. Puede que sea conveniente dejar todo como está y que la conversación camine por su línea de flechas en el suelo y que ninguna palabra se las dé de heroína y quiera jugar a baliza luminosa en medio de nuestros océanos vedados y en calma.

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