22/6/11

Tchaikovsky no hubiera imaginado nunca tanto calor. Menos mal que a eso de las nueve de la noche, antes de que la obertura de El lago de los cisnes se desplegara por la cancha de baloncesto coincidiendo con el movimiento automático de los dedos que pulsaban la tecla de grabación de todas las cámaras de vídeo, comenzó a correr un aire fresco que se dejaba caer por las lomas de la sierra intentando llegar a la ciudad como lo haría un buscavidas de otra época. Las niñas de la clase 16 ocupaban todo el rectángulo de cemento pulido. Eran el escuadrón de la fiesta de fin de curso del colegio de mis hijas. Ningún compositor ruso del siglo diecinueve hubiese podido imaginar que su música acabaría tan lejos y que serviría para que, por ejemplo yo en esos momentos sintiera algo desconocido, una especie de amor inquebrantable por la emoción repentina del tiempo que se va, de pensar en otro año, otra fiesta, Alba en la clase 8, una niña que me buscaba en ese momento con la vista desde su silla plegable en un extremo de la pista, Alba que cuando cierro más de la cuenta los ojos ya es una de esas adolescentes de las mallas negras y el pelo recogido en moño. Mis ojos no eran los de un Nabokov que buscase a Lolita, solo los de un padre que intenta retener la imagen exacta de su hija en la odiosa centrifugadora del tiempo. La música del ruso salía de los altavoces sin mucha dignidad, como si el propio Tchaikovsky apareciese en público por la salida de un túnel de lavado con su levita chorreando. Pero era él, no se podía negar: la grandeza lo soporta todo. No estábamos en uno de los jardines del castillo del príncipe Sigfrido ni era su cumpleaños. Tampoco su madre, la reina, llegaba para recordarle a su hijo que debería escoger una esposa y que, con ese propósito, le había preparado una fiesta al día siguiente. Sigfrido reniega de la voluntad de la madre. Algo dentro le dice que escape, que coja su caballo y se interne en el bosque, que huya como lo haría un niño buscando un rincón de la casa en el que no ser descubierto. Sigfrido llega a un lago y ve que está lleno de cisnes. Uno de ellos le habla. Le cuenta el encantamiento, el problema. Un hombre no se puede enamorar de un cisne, solo pasa en los cuentos románticos. Por eso necesita saber que detrás del animal hay una mujer encerrada y que será bella como ninguna que haya visto jamás. Las chicas de la clase 16 quizá no sabían eso y solo esperaban que la coreografía funcionase: no delatarse por un movimiento brusco ni romper las líneas o que alguna al levantarse cayera al suelo provocando la risa espontánea de las más pequeñas que observaban desde la grada. Yo no paraba de mirar. Lo hacía por dentro y por fuera. Por dentro veía a mi hija mayor y me veía a mí, acodado en una barandilla de hierro, contemplándola con la misma melancolía que el príncipe alemán, con la misma rabia por tener que acatar designios externos, pautas, requerimientos que no coinciden con mi naturaleza. Cuando paró la música aplaudí como uno más. Tchaikovsky se fue caminando despacio al aparcamiento. Iba con las manos enlazadas a la espalda, como un niño perdido en sus pensamientos, uno que busca hormigas o un palo para aliviar su soledad. Todos los cisnes habían recuperado su presencia humana y se internaban poco a poco en las tripas luminosas de la primera noche de verano.

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