23/6/11

Cuando se van, cuando la casa se queda como un animal sedado por un gran dardo clavado en el cuello, siento que todas las cosas que tocaron por última vez me quieren decir algo. Cuando mi mujer y mis hijas van a la casa de la playa de mis suegros para pasar las fiestas de San Juan todo se queda extrañamente flotando en una atmósfera difícil de explicar. Me refiero a unas zapatillas de Mireia que permanecen sobre la banqueta de madera del tendedero y que quizá no dio tiempo a lavar, un cajón abierto de la mesa de su cuarto, la correa de un perro de peluche que ahora se balancea con el mínimo aire que entra por su ventana, incluso la huella de esos últimos pasos que dieron revisando automáticamente las cosas que debían llevar y las que debían permanecer aquí, en casa, conmigo, esperando su vuelta. Todos esos objetos forman un coro que a ratos es absurdo e hiriente y otros se convierte en la banda sonora de esos animales de compañía que me observan y a ratos me alientan con su presencia silenciosa. Parece que me dijeran: esta es tu soledad, la que sueñas cuando la casa está llena o cuando Mireia llora y tú te desconciertas; ahora es tuya, su hermetismo es tu cárcel hasta que la puerta vuelva a abrirse y sientas sus pasos entrando, buscándote con esa inercia histérica y atolondrada del que vuelve esperando tus brazos abiertos y tu rodilla derecha hincada en el piso para atraparlas a todas y no dejarlas escapar ya nunca. Pero ahora me tengo que conformar con la animosidad de lo inerte. Debo confiar en que esas multitudinarias presencias que dejaron para mí me velen y me conduzcan por el camino que debo recorrer. Nunca he sabido administrar la ausencia de los que quiero. En las novelas de Henry James, o en muchas que comparten su época, hay personajes expertos en la ausencia de otros. Resulta admirable meterse en los entresijos de su cabeza o en las capas de cebolla de sus sentimientos para aprender a tener calma, para apaciguar esos momentos en los que uno se encuentra a solas con la idea que tiene de los demás. Eres dulce, decimos cuando nadie nos ve, me gusta que mi mano se deslice por el terraplén de tu pelo una y otra vez y me gusta hacerlo rápido antes de que algo llame tu atención y salgas corriendo o simplemente te canses de ser la musa estática de ese hombre que te acaricia sin decir nada. Casi nunca caigo en la trampa de coger uno de esos objetos que veo por la casa y cambiarlo de sitio o acercarlo cinematográficamente a mi pecho y entornar los ojos. El pudor me lo impide. También me sujeta una incoherente dignidad masculina que me aleja de la sensiblería más ramplona, esa que detesto y que lo rebajaría todo hasta la vulgaridad de un anuncio antiguo de pastillas de jabón.
Camino con cuidado por los vericuetos de la casa tratando de que mis movimientos no generen ningún cambio. Todo debe estar tal y como ellas lo dejaron y así tienen que encontrarlo a su vuelta. El cajón permanecerá abierto dejando ver unas tijeras romas de empuñadura roja y sus papeles y una horquilla muy brillante en forma de ala de mariposa y los rotuladores que seguro que tienen las puntas aplastadas de soportar la fuerza del trazo, sus dedos enrojecidos por la presión, yendo y viniendo. Todo tendrá que esperar como en ese escondite en que el que cuenta se da la vuelta y observa a los otros congelados en una posición, suspendidos en el tiempo aunque quizá contengan la risa y hasta la respiración, sabiendo que cualquier mínimo movimiento les haría perder.

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