13/6/11

El verano (este o casi todos los que hasta ahora he vivido) tiene la manía de hacerte mirar muy atrás para encontrar esa imagen en la que se sienta representado con esplendor. Su egolatría no se contenta con las leves rememoraciones de sobremesa en las que -rodeado de seres afines- elevas un poco el ángulo de la mirada y cuentas con tono impostado algún recuerdo que probablemente de tantas veces removido ya nada tiene de cierto. Con él el verano se siente defraudado, menospreciado, como si le hubieses disfrazado de mono bailarín y le hubieses obligado a ejecutar un Nocturno de Chopin mientras tú permaneces sentado en tu sillón favorito jugando a las mareas de coñac en la copa que sostiene tu mano. Cada año que pasa debo forzar la musculatura de la memoria para sacar del fondo del cubo esos restos deshilachados que contengan una información valiosa, única, tal vez cercana a la apariencia de brillantes que se hubiesen pegado a una bayeta mohosa o, siendo más cinematográficos, con la del buscador de oro ya viejo cuya expresión se ilumina ante un brillo inesperado en su tamiz. Sabemos que el verano usa carros llameantes, es un fundamentalista de la mitología, de las saetas de fuego, de las estrellas lejanas, de los jardines umbríos en los que pararse a ver su rostro reflejado en las quietas aguas que de tanto ver pasar el tiempo se han estratificado y pulido hasta el punto de obrar con la sumisión de un espejo amaestrado. En el afán de regalarle algo digno, esta mañana pensaba en una flor translúcida de proporciones gigantes clavada en el cielo o, mejor dicho, en la parte más alta de la ventanilla de un autobús azul que bajaba la calle Marqués de Urquijo traqueteando camino del Parque del Oeste. El año es lo de menos. Podría valer cualquiera entre 1969 y 1974. El efecto caleidoscópico de la flor en el cielo es una visión alejada del sentimentalismo clásico. Me enfrentaría al jurado que formase el verano de entre mis enemigos para defender mi verdad. Sostengo que estaba allí con sus pétalos abiertos que nacían de un centro orgánico y poderoso, un bulbo solar que quizá contuviera en un mismo espacio el enigma y la rabia de pertenecer al género humano. Yo iba a bordo de un autobús de fuelle en el que siempre le pedía a mi acompañante permanecer justo en esa zona giratoria que me asustaba y a la vez me permitía desconectar de la parte de la realidad que no me servía para nada. ¿Por qué me mandaba el verano esas señales precisamente a mí, al niño de la camiseta marinera de rayas y el pelo ordenado en dos regiones delimitadas por una raya? Ahora, cuando el tiempo ha hecho sus ejercicios de pértiga y ha completado oficialmente la supuesta mitad de su maratón conmigo, empiezo a comprender el porqué. Solo falta que venga la ocasión para contárselo y que los seres afines entrevean la flor y no piensen mal de mí. En el cielo de cada uno se escribe la historia de lo que fue y también de lo que, de alguna forma, sigue siendo, porque las estaciones tienen mecanismo de noria y vuelven a pasar cada temporada vestidas de otra cosa para reírse tiernamente de los que estamos abajo, tan pequeños y con esas caras bobas de niños a los que se les acaba de caer el helado.

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