12/6/11

Mi mujer ha soñado que su madre le cortaba el pelo. Se despertó de madrugada y dijo: mamá, para, déjame, ¿no ves lo que estás haciendo? Tenía unas tijeras de cocina, anchas, pesadas, quizá oscuras o con regueros de herrumbre en las hojas. Sus dedos se movían histéricos como se les supone a los movimientos corporales en los sueños. Las acciones que se suceden en el jardín trasero de la consciencia presentan movimientos estroboscópicos que después, a la luz del día, nos resultan difíciles de reproducir. Hace más de un año Nuria se despertó otra vez a medianoche diciendo: "¿tienes algo verde para lavar?". Estaba sentada en la cama mirándome y sin verme, con la cabeza fuera de la realidad, suspendida en un balcón tenebroso, de esos a los que uno se asoma sin aire y pidiendo auxilio en medio de un incendio invisible. Nunca sé qué hacer cuando pasa esto ni lo supe en ese momento. Tampoco lo imaginas mientras miras a esa persona vestida de blanco hace años, ese día, uno con manos enlazadas, ella no recuerdo cómo, si sosteniendo un ramo o si con las manos entretenidas en vaticinar el futuro dando vueltas nerviosas a los dedos o pensando en la mezcla de pudor y alegría que se experimenta al estar allí arriba frente a un altar. Abracé su mano dentro de la mía y esperé a que su respiración se calmara. Sin decir nada se volvió a acostar. Esta mañana nos contó la pesadilla de la madre y las tijeras y un espejo en el que se veía con el pelo cortado a trasquilones, irreconocible. Imagino su impresión. Pero no contó más. No asistimos al relato de la hija huyendo por un pasadizo mal iluminado ni subiendo unas escaleras que nadie sabe a dónde conducirían. Dice que la época era la actual. Ella a sus años, su madre a los suyos. No se trataba de una regresión infantil. No había muñecas que hablasen solas ni melodías distorsionadas de cajas de música con bailarinas de ojos inquietantes. Tampoco fue relatada ninguna trasgresión en el espacio: no estaban en un país desconocido ni en un planeta cuya gravedad supusiera una dificultad añadida a la hora de esquivar los tijeretazos espasmódicos o el simple y entendible hecho de salir corriendo con la angustia de que las piernas no respondan. ¿Por qué le cortaban el pelo de esa forma tan brutal? En mis sueños clásicos (esos que al menos se han repetido a lo largo de mi vida cinco o más veces) suelo ir en un ascensor también oxidado. Las paredes de la cabina tienen quizá los mismos regueros que las hojas de esas tijeras y forman mapas de un verde pardo metalizado que luego nunca he conseguido ver en otro objeto. Asciendo. Subo por el centro de un rascacielos abandonado. La máquina chirría y produce ecos monstruosos que se van incrementando a medida que gano altura. Después se para. Abro la puerta y siento que debo estar en un piso treinta o cuarenta. En el rellano escucho el bufido del cuarto de máquinas. Sé que está en el piso de arriba pero algo me paraliza brazos y piernas: es el miedo, es el pánico puro que me espera allí arriba como tantas otras cosas que también tengo encerradas en otras habitaciones a las que me tengo prohibido entrar. Hace mucho que no revisito ese cortometraje onírico. Creo que desde que conozco a Nuria no he vuelto a escuchar el sonido espectral del rotor de ese ascensor. Puede que todos los sueños compartan zonas comunes. Puede que todo se suceda en un mismo centro comercial nocturno o en un parque temático sin entrada en el que nuestra basura emocional es depositada y almacenada en envases pestilentes y acarreada por seres que nunca debieron existir. Para que la realidad funcione aceptablemente hay mucha gente detrás trabajando en un cuarto oscuro y mal ventilado en el que transcurre la otra gran parte de nuestras vidas.

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