3/6/11

Mientras los niños acaban de jugar la luz se recoge. Lo hace sabiendo que cada noche es lo mismo, las mismas escaleras hacia el techo de los salones, los mismos aspavientos de la que no quiere irse aunque sepa que ha de hacerlo, su rabia que de tan antigua da risa por dentro, como ver a la bisabuela en chándal, una aparecida en ropa anacrónica que nos arranca una sonrisa estúpida que no podemos compartir con nadie. El verano o la insinuación de él que se entreve en la quietud de las plantas me tranquiliza momentáneamente: después sé que mi ansiedad empezará otra vez de cero a contar sus cosas. Ella me obliga a copiar lo que me dicta con párpados temblorosos. Yo apunto dócil los días exactos en los que habrá nubes y los otros en los que no veré con claridad nada: borrones, remolinos de grasa, pelusas disfrazadas de diosas. Su dictado me impide concentrarme en lo de ahora mismo: la luz recogiendo sus bártulos para irse a otra parte mientras los niños de la urbanización extreman sus límites de hora para subir a casa y cenar. El verano también se cuela en la danza de los pijamas limpios que se desdoblan. Esa luz referida es una convulsión que también se produce dentro de mi cabeza. No puedo evitar los paralelismos ni que mi cartabón de la memoria trace las líneas que lo unen con esos días en los que la misma luz se posaba en mi espalda y vigilaba mis juegos. La casa se llena de resquicios de ese tiempo. Los dejo caer al suelo mientras escucho las voces del presente. Las voces rebotan en el cemento y en los soportales, dan vueltas, se retuercen, se curvan como fantasmas perezosos en busca de nuevos oídos. Aquí tenéis los míos, les digo, ¿no os bastan?
Después todo es confuso. La ansiedad vuelve a rozarme el brazo. Cada vez que parpadeo cambia de lugar, es su modelo de escondite ansioso. Me dan ganas de cortarle las venas para comprobar que su sangre es tan amarilla como imagino, pero no estoy preparado para verlo: vomitaría y se me llenarían de alfileres las tripas. Todo menos dejar que me siente en el trono plegable del ahora mismo, del fíjate que bien respirando aquí. No pido coronas ni libélulas ni ángeles que anuncien nada. Prefiero el olor de las frituras, el moscardeo de las tablas de skate que recorren la plataforma pasmosa de la realidad, las máquinas, el alumbrado, los tejados, las cosas que se caen y el ruido tan diferenciado que provocan. Ese es mi reino. Confecciono una oración que empiece así y me imagino rezándola sentado en mi butaca preferida, mi cajón de gato. El cuero se me pega a las pantorrillas. Las manos se posan. Los ojos aciertan a encontrar por fin el asidero o un refugio momentáneo en el que pasar el tránsito a la noche. Todo es incierto durante el cambio. Sé que todo gira aunque insista en negarlo. Ya no quedan niños ahí fuera. Solo la voz enlatada de una mujer que vive dentro del cajetín del vídeo portero y que con una dulzura fuera de lugar dice: puerta abierta, por favor, cierre después de entrar.

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