31/5/11

Hay escenas que me devuelven la confianza en el tiempo, que me sacan de la inercia del nihilismo al que las cosas habituales empujan sin querer o queriéndolo, quizá con ese plan oculto que desconozco o con la estrategia simplona de hacer que espere. La ilusión se basa en ese mecanismo: esperar. Cada minuto que pasamos esperando parece que las manos se nos llenen de papeletas para la rifa. Parece que no haya que hacer nada más: clavar la vista en un punto del abismo y dejar que el desfile del tiempo atraviese la avenida con sus tambores. Resulta odioso comprobar que cuando se intelectualiza todo te acabas sintiendo solo: solo con tu alegría, con tu esperanza, con tus ideas movedizas que durante unos instantes te ayudan a ser pletórico aunque te rodeen de fanfarria y fuegos artificiales cuyo dispendio acaba saliendo de tu bolsillo. El infierno es uno y solamente uno. Por eso es saludable salir, escapar, asomarse a los milagros ajenos. Esas minúsculas escenas de las que soy espectador casual me devuelven la confianza, las ganas de apretar más lo que toco, las ganas de que las suelas de mis zapatos hagan ruido y dejen huellas visibles por la simple alegría de mirar hacia atrás y ver la consecuencia en forma de camino. Una de esas visiones la he tenido esta mañana atravesando el vagón de un tren de alta velocidad. Un hombre y una mujer comían pistachos en silencio e iban dejando las cáscaras en una bolsa de plástico colocada entre ambos. Contemplaban el paisaje, el manto anodino y misterioso de la meseta con sus colores muertos de tantos años de soportar estoicamente la suma de todas las miradas. La mujer tenía el cuello plagado de arrugas y su piel mezclaba las sombras azuladas y verdosas de las venas con el tono tostado que produce la felicidad. Regresaban de pasar unos días cerca del mar en una casa pequeña y en una calle empinada. La mujer tenía la misma dignidad que el olivo que había en el patio. Quizá lo echaba ya de menos mientras masticaba despacio los frutos secos. Quizá su acompañante intentaba entender el sentido de los viajes, el ir y venir que nunca suma cero y cuyos efectos se ramifican con insolencia sobre el resto de asuntos mundanos, incluida la memoria. Uno no puede cruzar el mismo vagón varias veces al igual que no puede hacerlo en un mismo río. Los dos son cambiantes. Lo que vi lo vi en una décima de segundo, el tiempo justo para robarlo sin ser sorprendido. Los demás (la pareja, los desconocidos casuales, los que viven conmigo) me sacan de mis propias llamas sin hacer grandes esfuerzos. Debería tener valor y decírselo. Pararme junto a ellos y expresarles mi agradecimiento por existir y por hacerlo a tan pocos metros de mí y de mi ridícula vida. Sé que estos pensamientos pueden parecerle estúpidos a muchos que a estas alturas ya sabrán de mi inmadurez, de mi retraimiento y de la angustia que fabrico sin que nadie me lo pida ni se interese por un producto tan poco vendible. Pero es la carga que una parte caprichosa de mí he decidido llevar. Y la arrastro allá donde voy con la esperanza de que un día me ofrezca respuestas inteligibles y que durante el trayecto me mejore. El deseo de ser otro lo satisfago dejándome llevar por estas visiones y por el rato que permanezco después sentado pasándolas a limpio aquí.

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