30/4/11

Nuria cumplió años ayer. Mis hijas estuvieron toda la semana buscando una caja grande para meter los regalos. Querían guardar el secreto y nos comunicábamos con miradas intentando que mi mujer no nos pillase. En la cena levantábamos las cejas y poníamos esas caras de las películas malas en las que los personajes persiguen objetivos demasiado evidentes pero creen que son sutiles y que su discreción está fuera de toda duda. ¿No será que la vida es eso, que se parece a esos argumentos tan denostados y triviales pero tan gratificantes a veces por lo conocido? Al final se arreglaron con una caja grande de cartón de algo que nos habían mandado a casa. Estuvieron pintándola varios días. A veces, desde el estudio, escuchaba la punta de los rotuladores deslizándose por el cartón, yendo y viniendo, afanándose por construir (o ilustrar) un mundo incompartible para los demás salvo para Nuria. Había letras de colores e imágenes de tanta ternura que dolía mirarlas e instintivamente tenías que cerrar los ojos para que el cuchillo de la verdad no te cortase el rostro para sacarte los ojos y llamarte mortal o imbécil descreído. Ninguno lo queremos, por eso al abrirla contuvimos la respiración lo justo para mantener el equilibrio: somos funambulistas que intentan mantener los dos pies en el minutero de un reloj imaginario. Los años, parecía decir una voz que salía de allí, los años disfrazados de erizamientos involuntarios del vello o de anversos de nubes que no exhiben la panza negra, el peso, la violencia del gas que quiere desplomarse en otro estado. Los años se esconden en esta caja o sois vosotros que no queréis que os encuentren. Cenamos y llegó la tarta. Los ojos de Mireia siguieron la liturgia del mechero y los pasos que separan la cocina del salón. Las dos llamas luchaban por seguir prendiendo, indicando con su combustión un asunto sencillo: el tiempo prosigue a pesar de nuestras fiestas y no se complace en ellas, se queda apartado y mirando, esperando que todo pase y que vuelva su reino silencioso. Después se abrió por fin la caja y mis hijas se pusieron en fila para recibir el reconocimiento. La gratitud es un término adulto, una invención social muy ajena a los niños. Ellos prefieren esa moneda simple que viaja en las mejores miradas. La noche avanzó y nos cubrió sin quererlo. A las once dormían. Me asomé a su cuarto para escuchar su respiración. Me gusta diferenciar la de cada una y aprovechar para ponerles instrumentos que las acompañen: un contrabajo y un oboe hubiesen estado bien. El aire debería tener compartimentos o cajones o zonas estancas en las que depositar el poso de la belleza que nos dejan ciertos días.

No hay comentarios :