28/4/11

Lo último que sintió antes de subir al tren fue algo parecido al eco de la tristeza de su madre al despedirse de él, como si alguna de sus lágrimas hubiera pasado a su ropa y después hubiera decidido sumergirse hasta encontrar la carne y desde allí lanzar un ataque inmovilizador o un aviso a la futura memoria de que en ese momento se rompía algo: la infancia, la época de todo lo azul, las fotos en el balcón en las que el hijo de tres años recién peinado sujetaba una muñeca casi de su altura, el tintineo de las mañanas de abril que parecen sacadas de un libro de cuentos por el que hay que caminar despacio para que nada cambie. Todo eso duró poco, justo hasta que encontró su asiento y desde allí esperó los minutos bochornosos de la despedida, el no saber qué cara poner al otro lado de la ventanilla, el acertar con la actitud y la postura e incluso saber si había que pegar la palma de la mano al cristal como había visto en tantas películas. Le preocupaba dejar allí abajo a su madre llorando todavía mientras el padre no hacía nada o solo sonreía para quitarle dramatismo a la escena, sonriendo con esa condescendencia masculina de sentirse fuerte y por encima. Padre que gira despacio sobre sí mismo y mira al suelo recordando la vez que le tocó a él, retrocediendo con orgullo para encontrarse con un bigote muy fino y el pelo brillante y peinado con tupé. Miró a su alrededor y no halló nada que le llevase hasta esos días, pero tampoco quiso buscar con la vista a su hijo ni transmitirle un último consejo con algún gesto corporal improvisado. El amor estaba dentro, maniatado, encapsulado en un quiste que no estaba dispuesto a extirpar.
El tren arrancó. La despedida no se prolongó a lo largo del andén con manos que se agitaran. La figura de sus padres quedó atrás y quizá clausurada para siempre como un informe policial al que se da carpetazo y después es enviado a un archivador de luz negra y polvo. El cajón se cerró y el tren se abrió paso entre la confusión de emociones de los pasajeros y la tibieza del cielo invernal de Madrid. En la bolsa de viaje llevaba un cartón de tabaco, cuatro sándwiches de varios pisos (tortilla con queso y jamón) hechos muy temprano por su madre y que con el paso de las horas se amazacotarían hasta alcanzar una densidad que los harían difíciles de engullir pero que le gustaba y le recordaría las cosas conocidas que dejaba atrás. Estaría doce meses fuera de casa. Cerró los ojos y vio las manos de su madre colocando el queso y después la rebanada de pan y quizá presionando antes de que el papel de aluminio lo abrazara todo para intentar engañar al tiempo: no entres aquí, no pases, no pudras nada con tus zapatos, es para mi hijo. Tenía veinte años. En tres horas y media llegaría a una ciudad en la que nunca había estado.

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