3/5/11

Los parques zoológicos son los lugares más tristes del mundo. Ver a un león tumbado, derrotado y privado de su libertad ante las cámaras de los visitantes que así supongo que cumplen un sueño: enmarcar la figura de una bestia dormida sin necesidad de correr riesgos ni tener que desplazarse a Kenia y poder decir que estuvieron allí, que respiraron el mismo aire que el animal aunque éste estuviera embobado, adormecido, hastiado en un hábitat perverso que le ha robado su espíritu; verle así es aceptar que el hombre (nosotros) robamos la corona de la especie, entramos a patadas en la sala del trono y nos autoproclamamos reyes sin el beneplácito del resto de animales. La tristeza es un licor denso, tanto que ayer, mientras contemplaba al león paupérrimo, sentí que mi sangre se apelmazaba por dentro y me obligaba a un viaje descabellado y lleno de dolorosas imágenes, como si aquella verja electrificada que me separaba del animal fuese en realidad un espejo que me decía que yo era ese que permanecía atónito y desenchufado del mundo por la estupidez de la oferta y la demanda o por las leyes que impone el entretenimiento. Nada de todo esto pude decirle a mis hijas. Ni cuando pegaron la punta de la nariz al cristal de los bebés panda ni cuando tuve que inventarme qué animal era ese que permanecía tumbado a la sombra y de espaldas a los curiosos. A eso de las cinco de la tarde el cielo se empezó a cubrir de nubes voluminosas, de las que abren el desfile del verano, gas de desarrollo vertical que anuncia algo temible. No llegó a haber tormenta aunque lo hubiese deseado: que la tierra temblase y que los animales, empujados por la voz ancestral, aprovechasen la ocasión para escapar. Ya no sería el oso pardo al que le tiran cacahuetes. Ya no sería el mono que se cuelga de la barra y que ve el mundo suspendido y balanceante, mareante, contrario a la visión para la que fue hecho. Ya no sería ninguno de ellos y podría volver a ser el de antes de entrar. La tristeza, además de densa, es pegajosa, no se conforma con pasar, deja el rastro de sus pasos, huella de baba negra que ni el sol es capaz de quemar. Si mis hijas leyeran hoy esto no entenderían nada y pensarían que su padre es un lunático cascarrabias al que no le gustan los koalas. La lluvia nos ayudó a escapar, al menos a nosotros. Atrás quedaron ellos. Puede que el chaparrón les sacara durante un instante del inmovilismo, del apalancamiento y de su propia tristeza, que seguro que la tienen (siempre he pensado que es la emoción más animal de las que padecemos). Ya en el coche y con la lluvia salpicando el parabrisas seguía pensando en ellos y en mí y en el espectáculo que ofrecemos y que ofrece la vida, nuestra forma de vida, lo que hemos inventado e instaurado para engrandecernos o engañarnos. Yo no quiero esa corona, por eso entré en la sala del trono y la dejé sobre el asiento de terciopelo rojo. Después salí despacio, escuchando el eco irreal de mis pasos que en cierta forma se confundía con la lluvia.

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