6/3/11

Para que el pie gigante del domingo no nos aplastara (porque habíamos visto su sombra cerniéndose, porque éramos conscientes de las consecuencias) decidimos pintar en la mesa del salón. Sacamos los botes, las cajas. Yo los papeles tan blancos de los que muchos dicen sentir miedo, cosa que nunca he sentido y solo paz, cobijo y una promesa de armonía que no he sido capaz de encontrar en casi ningún sitio exceptuando las miradas de las que me rodean aquí en torno a la mesa y que ahora no se percatan de que he cambiado los lápices por un ordenador de trece pulgadas que tiene sus propios pies, más pequeños y sigilosos que los del domingo. Amo mi vida. La amo con sus detalles y el calor que despiden los cuerpos de mis hijas. Miro el reloj de la pared. Marca las seis menos diez de la tarde. Nuria me enseña un pájaro que ha coloreado. Alba pinta una abeja sobre una flor fucsia. De tanto en tanto me mira y me dice que cómo soy capaz de escribir tan rápido. No le digo que es por el miedo de que todo esto acabe, de que cesen las alabanzas que el tiempo ha dejado caer sobre esta casa al noroeste de Madrid. La mesa está llena de cosas: tijeras, un cuenco con mondas de lápices que forman espirales y soles, un tubo de pegamento, dos vasos de agua por la mitad, una corona de papel, cajas, manos que muestran destreza muy superior a la mía, dibujos que se van terminando y pasan de mano en mano en busca de aprobación. Hemos conseguido frenar el pisotón del gigante abúlico. Venía dispuesto a aplastarnos, a acabar con nuestra civilización a cambio de una siembra de rutina. Su zurrón. Vi su zurrón desgastado. Incluso vi su mano introduciéndose a por las semillas, buscando, anticipando el placer del exterminio. Mireia se cansó rápido de los lápices y ahora está tumbada en el sofá blanco. Ve una película de hadas, de muñecas que vuelan, de mundos que no comprendo pero respeto con más desidia que rechazo. El gigante se ha asomado a nuestro mirador. Su ojo sanguíneo ha parpadeado varias veces. Para él somos peces en una pecera, moscas, muñecos antropomorfizados que buscan su centro de gravedad, el pulso que haga que todo lo demás deje de temblar y vibrar, que las voces graves desaparezcan o se anestesien o decidan defenestrarse solas por el patio o a través de las rejillas del aire acondicionado. Que elijan pero que se vayan, les decimos en silencio. Mireia ha vuelto a la mesa. Busca su papel, lo que dejó antes a medias. Sus manos palpan. Al final destapa un rotulador amarillo y empieza a repasar una figura que no podemos reconocer. Si alguien nos hiciera ahora mismo una foto desde el cielo vería una casa de cuatro alturas surcada por la sombra de un pie de treinta o cuarenta metros de largo, suspendido, congelado en el aire o en el tiempo, fijado o cosido por los hilos de las voces de mis hijas que sin proponérselo han conseguido un indulto indefinido para todos.

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