8/3/11

Vuelve a estar ahí, el peso, el péndulo de derribo que apunta a lo que soy, mi fachada, la estructura que me sostiene casi en el aire como de favor. Me asomo a la ventana y contemplo su curva completándose. Para defenderme he inventado una filosofía plegable que cabe en mi bolsillo más pequeño: tan mínima como inútil; lo único que me da a cambio es destreza por el hecho de doblarla y desdoblarla en tiempos cada vez más reducidos. Este conjunto de pautas va cambiando cada día. Les afecta el sol, el frío y sobre todo mis dudas. Cuando falla, cuando ya no da más y siento que vaya a reventar como un gorrión obligado a inhalar una botella de gas, saco a pasear las palabras. Me disfrazo de hombre corriente y salgo a la calle con ellas de la correa. A diferencia de otros animales de compañía, éstas se comportan de forma inadecuada, impredecible: me dejan claro que no soy su dios, solo un arrendatario anónimo que las puede disfrutar por un tiempo. Mira ese hombre, dicen los niños, lleva palabras voladoras atadas con una correa. A veces suben tanto que me obligan a caminar de puntillas o directamente a abandonar la disciplina del suelo. Vuelo. Pero, por favor, no pienses en vuelos acrobáticos ni dulces arabescos que embellezcan el aire. Es más un temblor. Algo ante lo que sería mejor girar la cara. Lo malo es que muchos se confunden e intentar ver en esa peripecia una lección de estilo. Ese hombre vuela y podría hacerme volar a mí también, piensan algunos. Contradecir una ley física está dentro de las obligaciones humanas. Pero esto no se lo digo. Solo me dejo llevar de la fuerza que me tira de la correa hacia ese lugar que desconozco. Es entonces cuando, durante un instante, veo el mapa extendido con sus líneas incandescentes que me marcan el camino. Dura poco. Si respiro más de la cuenta todo se desvanece, las líneas se esconden, todo retrocede.
Cuando todo vuelve a la normalidad, cuando las palabras pierden su función luminosa y el péndulo abandona su estado de congelación y vuelve a amenazarme, regreso a casa. Otra vez el peso. Otra vez los cálculos a cerca del tiempo que tardará la bola en impactarme. He aprendido a no renegar. A pensar que todo esto es parte de la servidumbre humana, ese peaje inevitable por estar aquí, por todo lo bueno que vino antes, incluidas esas instantáneas de pantalón corto y mano enlazada a la de una niña con vestido de nido de abeja y mirada protectora: las flores que se ven detrás deberían seguir viviendo en alguna parte, se lo ordeno a mi cabeza, le digo que niegue su muerte y que algún vehículo desconocido las traiga ya ante mí.
Todo esto me demuestra que el péndulo también soy yo, que ese peso que siento es el mío, la ecuación entre mi sombra, el tiempo y sus incógnitas. Cuando las palabras vuelvan a ladrar y vengan con la correa en la boca volveré a la calle, inventaré un parque subacuático en el que pasear a solas con ellas y hablar de nuestras cosas, un lugar sin sombreros para saludar ni otras palabras que produzcan interferencias.
Vuelvo a estar ahí. Soy yo.

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