3/3/11

Se acerca y hunde la nariz en su pelo. Ella se queda quieta y quizá sospecha el placer del padre en ese gesto, en cómo entorna los ojos y permanece así unos segundos que a los dos se les hacen algo fuera del tiempo normal, de los tic tacs conocidos o las expansiones invisibles de los hechos, de todo lo que pasa aunque sea minúsculo y esté protegido en una cápsula transparente. Después se yergue y la mira. Ella gira la cabeza para encontrarse con su mirada y hace que tiene un juguete en las manos, algo para deshacer la violencia del amor, para escapar de sus rayos que tanto preguntan y tanto requieren de la expresión: agradecimiento, retribución, deuda, cosas que dentro de muchos años serán recordadas y sopesadas lejos de él. Cuando pasa esto siempre siente desesperación. Se imagina que el horizonte es un plano inclinado y tiene una textura muy pulida que hace que su cuerpo resbale. Así se escapa de la realidad. O no es eso y sería más un exilio obligado, una mano robotizada que le expulsa del calor de su hija y le transfiere a otra dimensión desértica. Sin su amor, sin el amor genérico de su mirada y de todo lo que siente al oler su pelo sabe que no subsistiría, que su existencia sería más una latencia que un río por el que avanzar. Ese pensamiento le debilita por dentro mientras vuelve a agarrar el tenedor, mientras recupera la compostura mental frente a la ensalada o la redondez achatada de una fruta que le recuerda que es presa del mundo y sus devastadores encantos. Cuando la cena termina y enrolla su servilleta y le coloca el anillo metálico que dice que es la suya, se levanta de su silla buscando otra vez el centro. A veces siente un extraño mareo, un tumulto casi dulce que le empapa el cerebro durante un instante. En ese momento le gustaría que su corazón o el órgano que supervisa sus emociones tuviese un asa de plástico, una hebilla, un extremo del que tirar o agarrarse para evitar el movimiento de barco al que le empuja la vida. Se cruza con su hija por el pasillo. Ella lleva en la mano una pelota luminosa que lanza hacia el techo. Ella va en pijama y sin calcetines y de pie y a su lado comprueba que no es más alta que su ombligo. Entonces la abraza. Para hacerlo se arrodilla hasta alcanzar su altura. Vista así comprueba que hay una mujer dentro de ella como dentro de esos garbanzos recubiertos de algodón humedecido que metía en un bote de yogur cuando era pequeño había un tallo que salía despedido con violencia a las pocas horas. La mujer que intuye dentro de su hija le hace respirar muy despacio y prolongar el abrazo más rato hasta que ella sigue su camino y la pelota que lanzó al aire les vuelve a iluminar de azul y después de verde. El pasillo de su casa es un túnel del tiempo. Lo descubre en ese momento. Luego, cargado con la certeza recién nacida, desaparece al fondo de la casa.

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