7/12/10

Escribo junto a un árbol de navidad encendido. El salón está en penumbra y yo estoy sentado en una butaca blanca. Sólo se escucha el ruido del lavaplatos que me recuerda al ruido que harían mis tripas amplificadas por medio de un sistema de sonido imaginario. Es de noche. Mis hijas duermen. Nuria también. El árbol tiene unas luces muy pequeñas que se encienden y se apagan. Si las miro fijamente podría quedarme atrapado dentro del sueño que representan. Soy un hombre de 44 años en el salón de su casa, eso pondría la etiqueta del cuadro si alguien me pintara ahora mismo. También soy un perro guardián que aprendió a escribir. Vigilo a las tres mujeres que ahora duermen. Eso es lo que hago. Mi ocupación me permite mantener un portátil sobre las piernas y escribir lo que buenamente siento. Esta vez no quiero utilizar muchas alegorías o trucos que rompan lo que creo que está pasando: el hombre que escucha las impresiones del silencio en su casa, por la noche, asistiendo a la caída de la lluvia sobre el pavimento de la terraza del vecino de abajo. Juego a ser el protagonista accidental de lo que ocurre. No sé si soy un pastor alemán o un dálmata loco que corre con un cuchillo entre los dientes, un perro de porcelana que se cansó de reinar sobre el centro de una mesa y empezó a correr sin rumbo; pero también soy ese otro que se sienta sobre sus cuartos traseros y otea nervioso el horizonte. Dije que no quería alegorías. Fuera de mi casa, figuras retóricas, es una fiesta privada. La butaca blanca llegó a casa hace un mes. Me gusta extender las palmas de las manos sobre sus brazos y convencerme de que es por esto por lo que salgo cada mañana a trabajar. El tacto del cuero me dice cosas que halagan mi vanidad, pero sé que es un truco que ha pasado de butaca en butaca desde el comienzo de todo. Ahora parece que llueve más fuerte. De no ser por mi sentido común pondría a todo volumen algo de Schubert, alguna sonata que a mis hijas aburriría a las doce de la mañana de un día festivo. Schubert no puede competir con la música de ningún videojuego, ninguna casa de apuestas daría ni un céntimo a su favor. Pero es tan necesario como los ascensores, como la mantequilla fácil de untar, como los cajeros automáticos. Si cierro los ojos sólo escucho ya la lluvia: se la queda toda el suelo de mi vecino; él la recoge, la amansa y posiblemente la transforma en algo que desconozco. Yo me quedo aquí arriba con mis ganas de escuchar a Schubert y una galaxia de luces que se debilitan nada más encenderse: su intermitencia me recuerda mi humanidad. Poco a poco las máquinas se callan. El lavaplatos ha terminado su trabajo y sueña con encender un cigarro asomado al patio, como esos inmigrantes chicanos de las películas americanas. Antes de acostarme tengo que apagar el árbol y conseguir que mi vista no se quede para siempre en una de sus ramas.

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