3/12/10

El monarca levantó la vista y vio su reino. No fueron mapas ni las orlas venecianas que le tendían ante sus ojos de forma cotidiana para engordar su orgullo. Lo que vio fue un haz de luz que se colaba por el pesado terciopelo de las cortinas, una luz que más pertenecía a un sueño que a las fechas que mediaban de marzo, ese mes crudo, incierto y tan falto de gracia como una mujer que ha atravesado el río de la juventud a trompicones. Sí, su reino estaba allí delante y de forma tan evidente que los ácidos que gobernaban su estómago se compincharon en una ola descomunal que rebotó en todas las paredes viscosas de sus tripas. Eso debía ser la felicidad, esa expresión minúscula e íntima de una verdad tan difícil de comprender -quizá la más extraña- y que de tan simple se escapa al razonamiento humano y se cuela en lugares ridículos, aunque luego se busque en el cobre de las trompetas o en las pelusas que se prenden de las suelas de la gloria.
El monarca asintió después de un parpadeo, o primero vino el guiño automático de los párpados y después fue el movimiento de la cabeza, ese balanceo meloso del que se sabe importante y cuyos movimientos son seguidos por una corte de miradas que analizan y cumplen el mandato. Y así fue como ocurrió, cómo el duque, a instancias del asentimiento, hincó las puntas de sus espuelas en el lomo satinado de su caballo árabe y después levantó el brazo derecho al cielo indicando la marcha. El patio de palacio se llenó del sonido de todos los metales del mundo. Vulcano debió gozar allí donde estuviera al escuchar la fanfarria espeluznante de los hombres desplazando sus cuerpos a la guerra, la pesada inercia de la sangre que llama a la sangre mezclada con el zumbido de las ocarinas, las cornamusas y las cornetas que buscaban un lugar entre la ferocidad de los tambores.
Yo era uno de esos soldados. Marchaba a una guerra desconocida, tanto como la imagen de mi rey que en ese momento observaba tras una cortina. Lo único que nos emparejaba en el mundo era un haz de luz, un filo luminoso que dejó pasar una nube cuando estábamos formados en el patio a la espera de su orden, del balanceo acompasado de su cabeza que le concedía a la muerte un nuevo tributo.
Pero ya no recuerdo más. Ni las mareas ni la sangre que vi brillar en tierras desconocidas ni el viaje del tiempo que me trajo ahora aquí, siglos después o siglos antes y que me confunde hasta la desesperación y me pregunta si fui yo el que estuvo allí, si existí, si hubo un monarca fascinado por la misma luz que yo o si todo esto fue soñado por alguien que luego me lo hizo saber o utilizó mi cuerpo o esta boca que ahora habla para contarlo. Esta mañana extendía mermelada en un trozo de pan y pensaba en todo esto, en el baile que me llevó a recordar ese día y en si mi presencia fue real o si el que esperaba en pijama que se calentase la leche en el microondas era el mismo soldado que esperaba marchar a la batalla. Creo que sí, que los dos fueron o son la misma persona, únicamente confundida, desplazada o inventada por los caprichos del tiempo.

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