21/11/10

Vi el maniquí y pensé en ti. No tenía cabeza, sólo una chaqueta de pana algo entallada con dos ridículos bolsillos en el pecho y una camisa azul claro debajo, posiblemente italiana. Al momento le puse tu cabeza y pensé que era la única cabeza en el mundo que le pegaba, la tuya o ninguna. Creo que esa tienda gozaría de tu confianza, ya sabes: una mujer rubia de cuarenta y muchos que nada más entrar hubiera ordenado a su flota que te sitiase y que dulcemente te mostrase la conveniencia de un trato distendido y poses encubiertamente sensuales para establecer un primer status de “la situación es la siguiente, hombrecito de pelo ensortijado, quiero comerme la comisura de esa sonrisa tuya tan estudiada.” Qué nos pasa en los centros comerciales, por qué ciertas imágenes nos llevan inevitablemente a establecer coincidencias mágicas o saltos con pértiga hacia esas zonas del pasado que permanecen alumbradas con tímidas bombillas de bajo voltaje. Pero estabas ahí, eras el hombre decapitado que lucía la americana color crema de los bolsillos audaces, explorador sin mapa ni inquietudes que ronda el barrio de las verdades huecas. Pronto (y una vez que seguí caminando y perdí de vista el escaparate) me vi forzado a recordarte. Íbamos en un avión, supongo que en uno de esos vuelos domésticos que tomábamos para ver a algún cliente del norte. O esperando en un bar desangelado a que el vuelo fuese anunciado, tomando cafés innecesarios, posando las palmas de las manos en las perneras del pantalón y soñando (tú) con repeticiones de goles vistas desde un sillón mullido y con ropa de estar en casa, cómodo y sólo, satisfecho quizá por los puntos acumulados o las galletas escocesas compradas a última hora y que te reconfortaban con la idea de la paternidad: el macho adulto que vuelve a casa con presentes que obligan a la manada al amor unidireccional, tan amaestrado como el interior de la agenda de un estricto director comercial. Ahora pienso en todo el tiempo que gastamos juntos, obligados a una coexistencia profesional recubierta del chocolate más insulso que se pueda cocinar. Porque no había nada personal entre nosotros, ningún brote digno de ser plasmado en un retrato ni mucho menos testigo de alguno de esos oleajes de los que hablan las canciones, marea que de vez en cuando la sangre padece por causa de las emociones o de palabras que se dicen sin aviso y dan sentido a la idea de que seamos seres sociales que asisten a la vida con la puerta de su jaula entreabierta. De todo esto tiene la culpa un maniquí de una tienda anticuada, de esas que proponen una vida de yates y jerseys de algodón anudados a la espalda y paseos al atardecer por embarcaderos que nunca han existido salvo en el deseo de la gente como tú. Qué quieres que te diga, me da mucha pereza encontrarme aquí escribiendo todo esto. Me hace sentir un mono desganado o quizá como ese caracol, entrenado en el resentimiento, que carga con su tenderete de cosas por contar. Qué odioso y aburrido es todo lo relacionado contigo: leche condensada sobre un cristal, fístulas, gárgolas cubiertas de moho falso que decoran la atracción tenebrosa de un parque temático; como masticar poliuretano y a la vez sentirse pleno o tan realizado como proponen esos libros de autoayuda que lees para ser alguien mejor. Lo malo es que tengo que darte la razón, casi todo es prosaico, casi todo tiene un ímpetu artificial que nos condena rápidamente al olvido.

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