28/11/10

Un padre y su hija jugando a cierra los ojos e imagina qué paisaje ves con esta música. Lo que suena es Chopin, un vals que de tan delicado hace daño, el mismo que puede hacer una bola de nieve en la mano durante más tiempo del que es preciso para redondear y lanzar. Su hija cierra los ojos con más fuerza que él. Sus párpados caen a plomo con la seguridad que da el saber que los podrá levantar cuando quiera, que sólo es un juego de sábado, una excusa para contemplar los hilos de colores que le unen a su padre. Él, sin embargo, los cierra con cautela, casi los entorna más bien, quizá con miedo a que la farsa le conduzca a regiones en las que no quiere estar. La niña escucha las notas de piano, esos pájaros líquidos que se desparraman por la habitación y que luego caen sobre los muebles, y dice que imagina un bosque en primavera; en mitad de ese paisaje ve un sol de gran diámetro, no hay animales ni casas ni otros seres u objetos que le distraigan de la música. El padre cierra los ojos y no ve nada. Para no defraudar a su hija le habla de un paisaje nevado con flores y un oso que bailotea en medio, puede que sea un oso ruso escapado de un circo o el que tendría el violinista en el tejado, quién sabe. El oso, dice el padre, intenta seguir el ritmo del vals pero no lo consigue: es patoso, desmañado. La hija se ríe al imaginarlo. Permanece con los ojos cerrados y la boca arqueada por la risa: un oso pateando la nieve mientras escucha a Chopin. Lo que sucede es que el padre se asusta de no imaginar nada, de que su cabeza esté seca o que los engranajes de la simulación visual estén ateridos o tan oxidados que ninguna melodía sea capaz de reconciliarle con la magia. Chopin, dentro de los altavoces, observa la situación como sucedió el día del baño. En esa ocasión interpretaba uno de sus famosos Nocturnos mientras el agua caliente llenaba la bañera. Ahora sonaba un vals, el de la bola de nieve que quema la mano, el mismo de los pájaros líquidos que tras un corto vuelo pierden la forma y se dejan caer como la lluvia. Pero el padre no conseguía ver nada. Chopin pulsaba las teclas de su piano con más insistencia de la debida, confiaba en la profundidad del sonido, en que la densidad de las notas ayudasen al milagro de ver nacer líneas en el aire y que esas líneas estimulasen la aparición de otras que fueran construyendo un espacio reconocible: un trineo, un río, una casa al fondo, dos mujeres con sombrillas que caminan despacio o un lobo de gran tamaño agazapado tras un árbol. Cuando acabó de sonar el vals todo volvió a la normalidad. Los ojos de ambos se abrieron y Chopin se levantó de su banqueta y con un estudiado movimiento de manos bajó la tapa del piano hasta que le volviesen a requerir su habilidad.

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