24/10/10


Vuelvo del cumpleaños de mi sobrino pensando en el siglo quince. Mi cabeza se va a Giovanni de Fiesole y a una de sus Anunciaciones más famosas. Cierro los ojos y veo la expresión del arcángel mensajero y después, al llegar a casa, veo en un libro la desbordante ambigüedad de su rostro que parece poner a prueba la templanza de la destinataria: tendrás un hijo de una paloma, de este ave que baja del cielo por una rampa de pan de oro para llegar a tu rostro. Cuando nos fuimos a casa mi padre decidió ir a la suya caminando. Se alejó despacio apoyado en un bastón que ha empezado a usar hace poco. La visión de la espalda de mi padre, algo encorvada, haciéndose pequeña calle abajo me produjo una sensación desconocida. Cuando me fijé en el cuadro estuve mucho rato observando el pájaro que permanece posado en una fina barra de hierro que comunica las columnas del claustro en donde la Virgen espera e inclina el rostro aceptando de antemano una voluntad que no por luminosa deja de ser desconocida. No se trata de resignación. Tampoco la había en la forma de caminar de mi padre cuando su figura fue haciéndose inconstante y difusa a esa hora de la tarde en la que todo parece sueño. Pero vuelvo al pájaro (quizá mirlo, aunque no podría asegurarlo y tampoco creo que su raza sea determinante en la historia) y a la naturaleza de su actitud observadora o atestiguadora de lo que allí estaba sucediendo. Puede que el monje pintor quisiese un guiño de divinidad en la figura animal que descansa en la barra. Quizá fuese Dios hecho pájaro, una presencia que le otorga a la escena cierta credibilidad. Estoy aquí, parece decir, bajo esta forma que me permite pasar inadvertido pero que fija el instante para siempre. La paloma espiritual es demasiado evidente como símbolo; ella sólo cumple su función de mensajera de la buena nueva. Envidio a ese mirlo en blanco y negro. Envidio su tranquila apostura, su paciencia, su forma de decir que comprende el mundo desde allí arriba. Ojalá hubiese encontrado una fina barra de hierro para contemplar a mi padre caminando solo ayer. Hubiese deseado esa divinidad momentánea de poder elevarme convertido en pájaro para vigilar con la mirada su recorrido lento. Una Anuncación trae la vida y otra quizá la muerte marcada en algún punto del tiempo que aún no conozco, dos noticias conectadas a través de los siglos y de las que nadie puede abstraerse. Ni Giovanni de Fiesole ni yo podemos hacer nada. Él pintaba y se santiguaba antes de coger su pincel. Yo escribo y no hago nada antes de que mis dedos vayan de un sitio a otro intentando captar el sentido de lo que la realidad me esconde. Mi padre ha comenzado a ir calle abajo. El aparato digestivo del otoño se lo tragó en una calle flanqueada de árboles espesos. El arcángel sigue mirando a la muchacha asustada pero entregada a su destino. Pudiera ser eso: ceñirse al destino mostrando inteligencia y entereza, sin palabras estridentes que hagan asustar al pájaro que nos vigila desde su altura.

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