25/10/10

Ya he hablado aquí muchas veces de mi padre pero me doy cuenta de la poca honestidad que ofrece la memoria o de la indefinición que alcanzan las palabras cuando se las deja correr a su propio albedrío. Digo que cierro los ojos y veo el brillo de la montura de sus gafas de pasta en la tribuna de prensa de un estadio. Los cierro y puedo atrapar con las manos las volutas de humo de los cigarrillos que fumaba por casa y que dejaban ese perfume retardado de la tranquilidad. Pero sólo son evocaciones hechas a medida. Recuerdos que ya no sé en qué lugar del campamento aposentar, si en el de los recién llegados o en la fila de los enfermos, perturbados o mentirosos que necesitan aislamiento y media ración de alimento hasta que entren en razón. Ayer escribí lo de su bastón. Mi visión de él, una imagen que preferiría no haber visto, que me hubiese sido escatimada en favor de un recuerdo más llevadero, menos sólido o contundente o como quiera que sean las afirmaciones tajantes a la que nos acostumbra la realidad. Pero no es así. Nada quiere en este caso que las palabras escondan lo que sucede. Está ahí, abre los ojos, me dice todo aquello que no está escrito, mírale bien, es tu padre caminando despacio con un bastón. Metido en la escafandra de la literatura parece que los ruidos sean menores, que incluso la propia realidad parezca más liviana hasta poder confundir a un elefante con una bailarina rusa. He hablado ya tantas veces de mi padre, de lo que supuso y supone hoy en mi vida que confundo con facilidad lo que me quiero y no me quiero contar. Lo indiscutible es que sigo escarbando en su piel en busca de mi propia arqueología. Quizá cuando ayer le vi ligeramente encorvado lo que me asustó es mirarme en su espejo, su reflejo estaba jugando a los vaticinios, a mostrarme lo que me aguarda más allá de la calle y quizá más pronto de lo que soy capaz de imaginar. Sentado en esta plataforma de corcho, construida a base de palabras comprimidas que me ofrecen ciertas garantías en la tormenta, sigo viendo las tardes en que iba con él al fútbol. Le veo tomando de un trago el ponche con yema de huevo que le preparaba mi madre y que él apuraba ya con la pelliza de piel vuelta puesta y antes de que la puerta de casa se cerrase y ya no quedase de su presencia más que un ligero tintineo de llaves que mi cabeza traducía como el sonido de unos renos pateando una estepa de cristales molidos. La insinceridad es ese viento que azota los campos de neuronas. Las palabras son las segadoras, las temporeras que alegremente van manejando sus aperos mientras dejan que el sol les queme la piel. Cuando acaben su jornada los campos volverán a sentir la promesa de la vida picándoles en la espalda. En uno de esos contraluces falsos se sitúa una silueta borrosa que despide humo muy despacio.

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