22/10/10

He vuelto a 1971. Con la prisa olvidé coger algunas cosas básicas, una cámara hubiera estado bien, una máquina para dar fe del tránsito a un conjunto de manzanas del pasado (casas y aceras que la luz rehace para mí) inmersas en el cuenco de almíbar frío que nos tira por la cabeza el tiempo al mirar atrás. He regresado como los excursionistas incautos que se bañan en el río de los cocodrilos y chapotean felices pensando que las bestias son siluetas de gelatina que nunca despertarán. ¿Qué busco? ¿Por qué parpadeo tan despacio y me miro en el espejo de la cámara lenta y le sonrío a un niño de pelo brillante y raya a la izquierda cuya sombra delata las empuñaduras de las espadas ensartadas en su espalda? Si soy el minotauro-niño que caminó en dirección contraria debo asumir mi destino. Sólo quería volver a visitar el aula alargada de Sor Margarita, avanzar tembloroso por el pasillo hasta llegar a su mesa y ver a un lado la nevera blanca redondeada donde guardaba las naranjas. Quería decirle que sé la respuesta. Quería decirle el nombre del río o 18 o que la pe con la u hace pu como las ametralladoras que mi boca disparaba en el patio cuando cosía las nubes a balazos. Quería que la puerta blanca se abriera y que su mano me tendiera el fruto redondeado y después extender un cheque a su nombre: los famosos diez mil euros que prometí en un poema si un día regresaba a la luz de aquella estancia. Con la naranja en la mano recuerdo que tengo una hija de mi edad de 1971. Una niña que desearía ahora a este lado del viaje. Le regalaría mi fruta a cambio de un abrazo. Le diría el nombre del río al oído para que la monja le dedicase sonrisas de caligrafía antigua y cuidada. Escribiría su nombre en la pizarra mientras Mireia y yo, sentados en el primer pupitre, comíamos los gajos haciendo que los diminutos soles naranjas fueran estallando y muriendo lengua abajo para alimentar al dios de nuestra felicidad.
Pero volver implica facturas que traerán pájaros amorfos en sus garras. Lo harán una tarde. Lo harán despacio o deprisa sin que medien giros de campanas u otras alteraciones rimbombantes. Será el momento de saber lo que perdí por tomar la dirección contraria al tiempo. Pero ahora estoy aquí sentado, al lado de mi hija, en el invierno de 1971, como un diamante escondido en una barra de pan.

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