1/10/10

Hades no es un reino, puede que sea un río por el que navega una embarcación de porcelana, una nave imposible como la propia idea de la muerte. Pero no hay diosas ni perros ni más sueño que el de un anciano que respira fuerte por la noche en su minúscula habitación. Ese anciano es mi abuelo. Ese anciano estaría un día vestido con un traje oscuro dentro de una caja de madera más oscura todavía, quizá tanto como la noche que uno espera cuando todo acabe y la luz del día se pliegue como un mantel sucio. La caja no levitaría, aunque muchas veces piense que lo hacía, que mis ojos la vieron suspendida toscamente en el aire y no apoyada en dos borriquetas de carpintero. La visión exacta de su cuerpo: su boca cosida con un hilo grueso (intuyo la operación a primera hora de la mañana llevada a cabo por un empleado de la funeraria que silbaba una canción despacio mientras sus manos enguantadas en látex hacían lo que otras harían con un pavo después de ser rellenado), sus manos posadas sin gracia, manos de barro seco en medio de un mes de agosto que cerraba los ojos para no ver nada. Muy cerca de allí había un castillo muy pequeño, el de ese rey que vivía solo. Ahora lo recuerdo todo. Un día escribí una novela que hablaba de esto. Algunas noches, o algunas veces mientras mis pies me llevan de un lado a otro sin mucho tacto, recuerdo las palabras que ahora he vuelto a escribir. Dije “labios cosidos”, dije “traje oscuro” pero ahora es como si el sueño hubiese recolocado los muebles que compré. Han pasado ya tres años de la muerte de esa novela y muchos más de la muerte física de mi abuelo, ¿qué me queda de todo eso aparte de la medalla (su medalla) que mandé enmarcar y que ahora mis hijas contemplan sobre el aparador? Los ojos de Mireia la perforan, su mirada contiene una interrogación tan liviana como el cristal que la separa de mis dedos. ¿Era mi bisabuelo? ¿Dónde está? Me gustaría contarle mi visión de Hades y esa nave improbable, incapaz de flotar; y que su bisabuelo, la noche antes de abandonar el mundo, respiró tan fuerte que los grillos dejaron de rascar sus alas. Ahora ya no está. Ni él ni la novela que tan mal escribí, esa carrera tan torpe en la que creí ser el ganador. Creo que algo me obliga. Algo me sigue atando al momento en que vi su cuerpo metido en la caja en aquel cobertizo improvisado. Hades nunca conoció tanatorios tan mezquinos ni tan reales. Ya sé, escribí aquello para acabar con la mitología de su muerte, para que su recuerdo me cupiera en un bolsillo y no verlo al acostarme o entre sueños o metido en falsos recuerdos como los que tendría el rey del minúsculo castillo de Torrelodones. Basta ya, te lo digo en serio, memoria o como te llames. Voy a volver al principio del camino por tu culpa y por la mirada de mi hija y sus preguntas de dónde está el señor que ganó esa medalla, porque en el brillo de sus ojos hay más preguntas de las que imaginaba hace tres años. Ahora lo sé: debo volver a Hades.

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