3/10/10

Los zapatos del tiempo tienen las punteras dobladas hacia la derecha. Eso, ese defecto del fabricante o broma pesada del gran zapatero, hace que sus pasos tracen círculos tan infinitos que no seamos capaces de verlos aunque nos subamos a una azotea y con la mano haciendo visera sobre los ojos nos creamos navegantes que no necesitan astrolabios para saber dónde están. Porque el tiempo trajo la manía de los relojes y las estaciones. Por ejemplo, una foto en la que dos niñas posan en una mañana de invierno. La nieve presume de pureza a su alrededor. Esa imagen no sería especial si no hubiese sido descubierta esta tarde en una carpeta recubierta ya de esas pelusas digitales que habitan en los rincones de un ordenador. El que ya sea octubre, el que las trompetas de tantos poemas hayan envejecido sus metales hasta parecer cobres y después soñar con un lecho de hojas del mismo color para pasar el invierno, esos dos hechos tampoco significarían nada si los juzgásemos aislados. Tenía que venir una mirada (la mía) arrastrando su torpe carrito de las intenciones. Mientras el tiempo camina nos ofrece el eco de sus pisadas circulares: ahora nieva, ahora pasa un tren, ahora tu hija se toma un helado despacio, ahora el mar parece un gato azul sin dueño, ahora los árboles te cubren de sombra como esas doncellas de los cuadros románticos, ahora cierras los ojos y vuelve a nevar. Eso es lo que estaba pasando, lo que esa foto quería contarme desde el final de un pasillo: abre los ojos y estarás allí; pero, ¿dónde? Esas niñas crecerán. Sus huesos, obedeciendo una ambición que viene redactada en un sobre sellado con lacre, doblarán el tamaño sin preguntarle a nadie. Será en dos pasos, como mucho en tres. En el aire se producirá ese fenómeno capaz de reunir varios microclimas a la vez como capas de una misma tarta. Será diciembre. Será durmiendo. Será mientras abro una ventana y las contemplo alejándose, siguiendo las huellas de esos zapatos que me aterran. Soy yo y esta foto. Estoy solo en una isla imaginaria y mis palabras están tumbadas a la orilla del mar que inventaron. Jadean. Muchas tienen la piel quemada. Parece que hayan librado esa batalla ciega contra ellas mismas y no sepan ahora dónde están. Las miro de lejos preguntándome qué debo hacer, qué bandera fabricar para que se levanten y me sigan.

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