23/8/10

Qué pasará cuando ya no quede nada, cuando el pasado sea una hectárea rastrillada, un espacio tangible y masticado y medido y visto bajo los poderosos focos de lo real en vez de bajo la luz sinuosa de la memoria. Arrastraré entonces mi trono hacia otro descampado (como recomienda el sentido común) uno con basuras y muebles viejos y desde allí volveré a inventarlo todo: las fotografiadas escenas de las sonrisas en las que yo era siempre el que menos sonreía (quizá acuciado por la presencia cercana de un pájaro gigante que me atemorizaba tocando con su pata derecha en un piano de teclas negras las primeras notas de una obertura wagneriana) ¿Sólo era yo quien lo veía? ¿Sólo a mí me producía sabor a óxido bajando por el esófago? ¿Sólo existía en mi cabeza, quizá como aquel tramo de escaleras que aparece repetidamente en mis sueños, un tramo que conectaba oníricamente la capilla de mi colegio con otras estancias elevadas que desconocía y a las cuales no tenía acceso? ¿Quién vivía allí arriba? Lo más fácil sería responder que Dios, el guerrero amable pero de rostro tiznado por generaciones de policromistas castellanos y párrocos con dispepsia, hombres encargados de custodiar el misterio, de cerrar la cortina, de sellar con amenes todas las grietas del cielo. Pero allí no había nadie. Lo sé porque en algunas de estas escenas me veo recorriendo unos pasillos muy encerados que olían a comida recalentada. Allí no vivía nadie, pero las escaleras existían y me invitaban a subir, ¿por qué? Creo que la necesidad de saberlo me empuja a seguir cuando ya no quede nada, cuando el pasado sea esa hectárea utópica que sobrevolaré a bordo de un aeroplano ridículo que lleve una pancarta atada a la cola en la que se pueda leer: La memoria miente.
El pasado devalúa algo en mi sangre. No sé qué porcentajes ni qué organismos pero seguro que vistos bajo el microscopio podría reconocer sus caras, agrupaciones celulares de otros tiempos que ahora se agarran la tripa y ríen con estruendo mientras bajan por el río rojo. El pasado tiene algo que ver con mi flojera de hoy al caminar bajo el sol por una calle desierta pensando en estas cosas: el aeroplano, la policromía, la uña del pájaro posándose sobre la nota Mi y después retrocediendo y pulsando dos veces un Do oscuro que suena como el teléfono de la muerte. Qué se puede hacer cuando se siente esto. De qué sabor se debe pedir el helado que intuyes en ese puesto del que sale música de salsa, ese puesto que parece el último enclave fronterizo controlado por las fuerzas leales a tu régimen: más allá no habrá nada; ni piso de arriba ni deidades ni vistas panorámicas del pasado que te recuerden a una Toscana a la que nunca fuiste pero algo dentro de ti te asegura que visitarás cuando la gloria te recompense y te dé todos los cheques atrasados.

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