30/7/10

Günter Grass dijo que los recuerdos son como las capas de una cebolla, detrás de las secas están las que permanecen inalteradas, frescas, con ese brillo que las confunde con un astro en miniatura que sujetara nuestra mano. Cuantas más capas quitamos más nos acercamos al comienzo de nuestra vida, a ese espacio en el que, por otro lado, es tan fácil mentir y maquillarse arbitrariamente ante el espejo sin que nadie proteste o saque un documento que contradiga nuestra versión. El ejercicio de contar se desarrolla en esa extraña frontera. ¿Fue verdad lo que recuerdo? ¿Existieron esas campanas y esa nieve que caía tan despacio al otro lado del balcón? ¿Es verdad lo que cuento, lo que unas palabras toman prestado como Historia Universal de mi Infancia? Creo que contar es el acto más mentiroso. Creo que la nieve nunca cae tan despacio como en la casa de reposo de los recuerdos; supongo que el calor de las mantas de pelo de camello y las vistas de los Alpes hacen que la verdad se derrita como una tarta de cumpleaños dentro de un coche aparcado al sol. Por eso da tanto pudor a veces el uso de la primera persona. Parece que él actúa mejor como parapeto. Que las balas, si las hay, se alojen en su carne. Que toda la inmundicia del pasado duerma bajo su alfombra. La primera persona no admite tratos. Es la que abre el desfile. La primera que rompe la línea de fuego. La que atraviesa a caballo la línea enemiga espada en alto.
Hoy pensaba en todas estas consideraciones leyendo las memorias de Günter Grass. Podrían ser la de cualquiera de nosotros. Cambia 1927 por 1978. Cambia Danzig por Sevilla o por cualquier ciudad de Méjico. La extrema dureza de cada vida es intercambiable en algún punto, ese lugar exacto en el que los ejes rotan en la misma dirección, armónicamente, casi de una forma ensayada. El tiempo siempre es el mismo. Lo que cambia es la forma de contarlo.

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