30/7/10

Segunda parte del día. Calor. Sigo leyendo las memorias de Günter Grass. No puedo dejar de hacerlo. Creo que el libro tiene una zona fantasma por la que caigo a mi propia vida, un triángulo de las Bermudas alemanas que me conecta con otro tiempo en el que no me cuesta trabajo imaginarme. Danzig. La ciudad derruida por los bombardeos. Madrid. 1971. Invierno. Mi cara apoyada en un cristal viendo nevar. En 1971 Grass tendría ya más de 40 años, los que tengo yo ahora. Creo que el libro tiene unas escaleras mecánicas para bajar a los sótanos de mi memoria. No me lo advirtió la señorita de El Corte Inglés que me cobró el libro. ¿Debería reclamar? Cada vez que alguien escribe un libro construye una ciudad nueva. Calles que antes no existían. Antenas. Perros disecados que miran fijamente. Globos a media ascensión del cielo. Mi cabeza está llena de ciudades alemanas y de bombarderos americanos y de niños que gritan en medio de la noche. Danzig es una ciudad que ahora ya no olvidaré nunca. Cuando alguien escribe un libro nos condena a habitarlo. Debo dejar de leer. El calor me oprime en el pecho. Llevo una bomba pegada con cinta aislante. me siento en la cama y miro el detonador de fabricación casera. La realidad hace lo que quiere conmigo. Y con nosotros. Fui a comprar un libro y vine con un sistema de destrucción para mis torpes defensas. Cada palabra que leo derriba una de mis fichas. Bien. Cumple su cometido. Hace aquello para lo que fue creado.
En esta segunda parte del día decido bajar un rato a la piscina. Cierro la ciudad con llave y pulso el botón del ascensor. Disimulo. Silbo. Cualquier vecino que me vea creerá que soy un tipo inofensivo. Lo que no saben es que llevo una bomba de pasado en el pecho.

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