10/6/10

Voy sentado de espaldas a la dirección del tren. Me gusta ver que el paisaje huye hacia adelante. Lo que voy dejando atrás sale disparado hacia el horizonte: el monte bajo, un puente lleno de grafittis, la tarde fría de un jueves de junio. Ahora que estoy aquí sentado pienso que escribir se parece a viajar en un tren de espaldas al sentido de la marcha. Lo que dejo, lo que atravieso, todo ello sale disparado hacia delante como un proyectil de tiempo. Lo que veo dentro del vagón también me pertenece por unos instantes. Hay una pareja, un hombre y una mujer, ya han cumplido sesenta años, guardan un silencio dulce y lujoso, diría que estilizado por los años. El pelo de la mujer es atravesado a ratos por las últimas ráfagas de sol que se cuelan por su ventanilla. Él la mira de tanto en tanto. Deja que sus ojos azulados repasen sus contornos, no sólo los de su figura sino en los que intuye en el silencio que producen sus cuerpos o en las palabras sencillas que ella le dirige. Huelo el amor como una mosca milenaria que hubiera pactado la inmortalidad el último día del verano.
También hay otra mujer. Tendrá mi edad. Habla por teléfono con su madre. Sin querer me meto en su conversación y voy llenando mentalmente los huecos que no escucho. Mamá, te lo tenías que haber comprado también en otro color, le dice la hija. Veo a la madre con algo en la mano, algo de color azul que sopesa en la distancia. Su mano derecha lo acaricia. Es un jersey que descansa doblado en su regazo, quizá una blusa que ahora es recorrida por unas yemas cansadas. Las palabras de la hija proponen cercanía. Es el mismo amor que el de la pareja de enfrente. El tren sigue avanzando conmigo de espaldas. Tal vez el destino me colocó así para que pudiera verlos, para que cada uno de sus gestos quedasen reflejados aquí y después se adentraran en mí con un fin. Escribir es darle la espalda a la vida para poder verla. No conozco otra forma de hacerlo. No me imagino usando unos zancos ni con prismáticos ni construyendo una torre insonorizada desde la que asistir a los milagros anónimos. Podría asegurar que el noventa y cinco por ciento de los pasajeros de mi vagón confían en la fortaleza de los hilos que les unen a otras personas. Quizá sea la última luz de la tarde la que me empuja con esta valentía a las estadísticas. Voy sentado de espaldas y me alegro de que esta posición me haya enseñado algo.

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