12/6/10

Tenía la cabeza preparada para el verano. Había extendido las toallas a la orilla de mi playa desierta. Me había tumbado boca abajo mientras mis manos se hundían en la arena y mis dedos jugaban a ser relojes de un tiempo impostado y leve, tan escurridizo como las visiones. Y ahora esto: las nubes que han recuperado musculatura y decisión, el olor de la lluvia que se cuela por el patio y le pone a todo un aire oceánico, atlántico, partículas de un pequeño Portugal que transitan por mis pulmones y le dan insidiosos motivos a mi gusto por la tristeza. Pienso que los planes no sirven de nada. Las antiguas mediciones asociadas a la felicidad necesitan reajustes. En junio se acababa el colegio, volaban las golondrinas en círculos y mi madre hacía los primeros gazpachos. Eso ya no vale. El planeta ha envejecido y tiene caprichos de abuelo. Ahí os mando estas bocanadas inesperadas, nos dice. Mientras, agazapados en nuestro refugio de entretiempo, esperamos que recupere la cordura y que las estaciones se comporten como lo hacían en nuestros recuerdos.
Mis últimas mañanas de primavera de la infancia se pasaban largas horas frente a un espejo dejando que el sol jugase a las cataratas por la melena de una niña imaginaria junto a un balcón. Las mañanas en las que ya no había colegio eran lentas. Los coches en miniatura se complacían en recorridos cortos. Ni mi mano les espoleaba a colisiones que durante el invierno me llenaban de alegría. Permanecían quietos en el suelo del pasillo, escuchando los sonidos que venían de la cocina, tal vez la batidora en la que los tomates cambiaban de estado y se mezclaban con el pepino, el aceite y la miga de pan mojada. Muchas veces, tumbado mirando el techo, dejaba pasar la mañana sin apenas movimientos; sólo mi cabeza circulaba por su país incompartible, sólo ella viajaba de incógnito por una tierra que ya no me ha abandonado nunca.
El otro día leí una frase de una novela de Bolaño que me hizo levantar la vista y parar. Decía un personaje que el presente es la parte más inquietante del futuro, la que más daño nos hace y la que nos obliga a volvernos locos y enfrentarnos con nuestras bestias particulares. Yo diría que el pasado es la parte más inquietante del presente. O es que todas las partes del tiempo son igual de ásperas y desconocidas y según las circunstancias nos rozan con sus picos sin que podamos evitarlo.
Estaba preparado para el verano y llegó el invierno. Le había sacado las cosas de la playa a mi cabeza y ahora no sé qué hacer con esta montaña de cubos y palas que se ha formado en medio de estas palabras.

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