30/6/10

El supermercado de al lado de casa vende banderas de España. Vienen dobladas y metidas en un plástico. Las hacen en China, país que no ha pasado a cuartos en el Mundial y del que no sé si son muy aficionados a este deporte.
Las banderas las hace una máquina que no sabe qué es el fútbol ni para qué quiere la gente tantas telas con los mismos colores. Pero las hace. Un chino delante de un ordenador controla el proceso. Otros están en la sección de retractilado. Estos son los que más bostezan. No sólo las hacen de España. Las hay de Francia, de Uruguay, de Corea. También las harían con dibujos de elefantes o con neumáticos de colores si les aseguraran una tirada considerable. Cuando llegas al supermercado la ves allí, mientras esperas cola para pagar. En el carro llevas una bandeja de filetes de pollo, pan, desodorante, una pistola de agua de la que se ha encaprichado tu hija, un periódico. Imaginas la terraza de tu casa con la bandera y crees que eso te pondrá de buen humor. Eres español. Aunque tu idea de ser español pasa por aspectos más privados como la emoción de contemplar el cuadro del fusilamiento de Torrijos y sus compañeros o lo que sientes en ciertas catedrales góticas, solo, escuchando el eco de tus pasos. Pero la compras. Qué demonios, es verano y podemos estar (con un pequeño empujón de la fortuna) en semifinales. Después vuelves a casa. Miras hacia arriba y ves decenas de terrazas con banderas como la que llevas en la bolsa. Sientes algo que te complace e incomoda a la vez. Sientes un orgullo infantil. Es una tela con tres franjas y un escudo estampado pero te provoca una emoción que no conseguiría un mantel o una toalla de baño sujeta a un palo. Los símbolos. Desde que naces estás rodeado de ellos. Tu marca de pan de molde, tu marca de colonia, el escudo de armas que encargó al oleo tu abuelo y que todavía sigue colgado en alguna parte en casa de tus padres, tu equipo de fútbol, la marca de tus calzoncillos, tu país.
Los días que juega España, la urbanización guarda silencio. Hasta el propio silencio se sienta a comer pipas en una verja, justo enfrente del televisor de alguien que cierra mucho los puños cuando uno de nuestros delanteros falla. Pero cuando no falla, cuando los niños gritan gol y luego se unen más voces, incluida la tuya, todas esas banderas hechas en China se mecen complacidas con ese viento tan necesario de la victoria.

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