25/6/10

Caminar despacio. Se trata de eso. Que el sudor no te recuerde lo peor del verano. Fijarte en los que pasan a tu lado, ya sea en tu dirección o en la contraria. No mirarles fijamente. Hacerlo evitando su incomodo. Entrenar la mirada hasta que tenga la serenidad del cuadro de Matisse de la mujer que mira un florero. Entrar en una cafetería y elegir un taburete cuya piel sintética esté gastada. Pasar los dedos por la superficie y hacerlo sin prisa. Seguir la curva procurando que las yemas de tus dedos recojan la información necesaria. Pedir un café con leche. Nunca gritando o haciendo que el volumen de tu voz moleste a los que te rodean o suponga una contrariedad para ti mismo y para la idea que tienes de cómo vivir según tus principios. Buscar con la vista el bote de pastillas de sacarina aunque tus dedos ya estén abriendo el sobre de azúcar. Hacerlo como asidero de la confianza en tu fuerza de voluntad y ver en ese ensave de plástico un chaleco salvavidas imaginario que puedes ponerte cuando quieras. Remover el café más de lo necesario. Concentrarte en el delicado remolino marrón. Observar su suave forma cónica y hacer que esa forma te haga sonreír un poco por dentro. Pagar. Y antes palpar con discrección las monedas en tu bolsillo. No agitarlas ni producir esos ruidos que tanto gustan a los conserjes vestidos con mono azul que toman su café a la misma hora en el mismo sitio durante toda su vida. No eres una hucha ni un niño grande al que le han dado calderilla para tenerlo contento. Salir de nuevo a la calle. Otra vez caminar despacio. Limitar tu posible ansia de llegar a un sitio en el que te esperan o crees que te esperan. Pensar que todo lo que te rodea obedece a un ritmo fijado desde hace millones de años. Pensarte pequeño para poder crecerte cuando de verdad lo necesites. Y seguir caminando.

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