7/6/10

El ruido que hace un vehículo representa a su dueño. Una moto de gran cilindrada, una bicicleta sin engrasar, un camión de muchos ejes, el patín de un niño deslizándose por una acera. Todos los ruidos dicen algo de la persona que va en ese aparato, máquina o mecanismo motorizado, puede que ausente, puede que envalentonado por el estruendo, como esos adolescentes de barrio que trucan los tubos de escape de sus motos para dejar constancia de que existen. Es cierto, el ruido que emitimos es otra prueba de nuestra existencia. Si todo fuera silencioso, si nuestro paso por el mundo se limitase a un leve siseo, ¿qué quedaría? ¿dónde figuraría que una vez estuvimos aquí, en un semáforo con la mano girando para dar gas o con un zapato italiano sobre un pedal, esperando, descartando la supremacía del tiempo por un momento y sintiéndonos dioses minúsculos?
Yo no conduzco ningún vehículo, sólo una bicicleta que de tanto en tanto mi hija mayor me obliga a montar para acompañarla. Cuando lo hago me concentro en los ruidos que hago: me gusta que sean mínimos, amortiguados por cualquier voz lejana o el sonido de un electrodoméstico funcionando dentro de una casa, quizá una batidora que esté triturando verdura para hacer un puré, quizá un aparato de masaje que una anciana intenta aplicarse en una pierna. Mientras pedaleo agradezco que el motor de la bicicleta sea yo: un ser tímido al que no le gusta molestar a nadie ni ser reconocido u obligar a un extraño a girar la vista al ser importunado.
El otro día, paseando con Alba, creí escuchar el verdadero sonido de la vida. Fue un instante. Quizá no pasó en realidad o fue tan corto que ahora lo confundo con algo imaginado. Podría ser. Pero puede que lo oyera, que estuviera allí para mí en forma de premio compensatorio o como reconocimiento a mi abnegada labor de observación de la realidad. El ruido se parecçía a un pájaro y no me refiero a un trino o a cualquier clase de canto atribuible a su especie. Me refiero a que por fuera tenía una textura blanda y mullida, agradable de acariciar; y por dentro se adivinaba un sistema sanguíneo desconocido lleno de luces y formas arracimadas, como esas que aparecen cuando cerramos los ojos -tumbados en la hierba- después de haber mirado mucho rato el cielo en verano. Seguro que a estas alturas ya sabes de qué ruido hablo.

No hay comentarios :