15/5/10

San Isidro y el frío y la canción esa de que le llevaban muerto en un serón; le llevan muerto en un cubito de hielo por las calles de Madrid que ya no existen. La caja era de pino, muerto le llevan en un pepino. ¿La cantaba yo? ¿He cantado yo eso? ¿O es que el eco de la letra me llega de regiones inventadas? Puede que las mismas en las que ahora circule el cadáver del santo en una procesión mortuoria que busca el verano, porque en Madrid no existe otra cosa, la primavera sólo es una forma de hablar, algo de las tiendas anticuadas. ¿Dónde están esos buenos días de los que habla la memoria? En Opencor venden unas rosquillas del santo en una caja de plástico transparente, algunas con un azúcar de color verde cristalizado en unas filigranas que juegan a hacer secantes: trigonometría, santidad y consumo, una trilogía de los tiempos modernos. La canción sigue sonando en el desván de mi cabeza. Subo las escaleras. Abro la puerta. Hay palomas y ratones. La poca luz está presa en las telarañas, chillando como una doncella remilgada. Sigo caminando entre los trastos cubiertos de polvo. Hay una palangana de oro. No veo ningún gramófono y me gustaría que lo hubiera. Hay una jaula con la puerta abierta; supongo que el pájaro de mi felicidad escapó de allí para buscar el sur. Un busto de un general romano lo desmiente; me dice que nunca hubo ningún pájaro allí y que mi felicidad es una penosa entelequia. Me siento en una butaca desvencijada. Las palomas me dan miedo y asco a partes iguales. La música vuelve: el serón era de paja, el serón era de plata, ¿muerto le llevan sobre una gata? Si cierro los ojos veo un corro de niñas vestidas de negro que lo cantan. Giran lentamente en el sentido de las manecillas de un reloj. Soy un oso disecado que llora por dentro y se empapa los órganos secos si es que los tuviera. En ese desván no encontraré lo que busco. Salgo y cierro la puerta. Bajo corriendo las escaleras y llego al estómago, a la zona real. La casa huele a pan tostado: eso es lo que quería oír. La mantequilla resbala y se hunde, la mermelada tropieza y cae en graciosa costalada sobre el suelo esponjoso. Por el aire viajan los helicópteros que transportan el olor del café. Muerto le llevan en un pepino, ¿quién haría la letra de esa canción? ¿Por qué el cuerpo de un santo puede transmutarse según el surrealismo popular? No entiendo el pasado ni el folklore. Sólo quiero que salga el sol y que los muertos descansen. El pan tostado entra por mi boca como el que entra en el túnel del tren de la bruja. El frío pronto será un recuerdo más que apilar allí arriba.

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