16/5/10

Me deprime que todo al final se reduzca a lanceadores y lanceados. Pasan los siglos y nuestro espíritu no se domestica. Cambian las colonias y las pieles delicadas con las que hacemos los zapatos. Pero seguimos exhibiendo los colmillos de aquellas criaturas que nos antecedieron. Sales a la calle y ves a un hombre corpulento con gafas afables de presentador de los deportes que hace carrerilla con su lanza en la mano. Admiras la torsión de su brazo, ese aroma olímpico que hará que tu muerte sea más mediática. Y la lanza rompe el aire. Rompe la certeza de que el buen tiempo está a la vuelta de la esquina. Rompe la paz artificial con la que hemos rellenado nuestros días, ese algodón de azúcar que tapa los agujeros negros. Y la punta por fin rompe la piel y se aloja dentro. Quizá el hierro siga girando dentro de la carne. Quizá la inercia del tiempo (que no del movimiento) hará que los órganos que se encuentra a su paso se desgarren con furia. ¿Qué haremos entonces? No vale morir de pronto ni llorar ni dejar que el dolor nos arranque de la garganta un grito demasiado llamativo. Actuaremos despacio tirando con fuerza de la lanza hacia afuera. No dando al hecho más importancia que el propio accidente sabido y cotidiano. Los lanceados aparentamos naturalidad. Si la sangre empapa tu prenda de entretiempo debes fingir que no te importa, que ha sido un pájaro o la parte más humana de un asteroide que al cruzar la atmósfera aprendió a actuar como los que vivimos aquí abajo. El mayor placer de un lanceador es tu sufrimiento. Todas las guerras se han ganado así. Las armas matan más orgullos que soldados. Luego el miedo se encarga del resto.
Abro un periódico y están ellos. Abro una ventana y me miran. Abro las puertas batientes de mi alma y siento que su puntería ya se afina en el brillo de sus ojos. Somos lanceadores y lanceados. Quizá lo seamos a la vez o al tiempo o tengamos épocas alternas en las que juguemos a la ambigüedad con nuestros semejantes. Hoy pensaba en todo esto mientras los macarrones se gratinaban en el horno. Quizá el queso fundiéndose y después el calor carbonizando y afilando sus crestas me ha insinuado una escena dantesca, o conocida, o una metáfora mínima del funcionamiento del mundo.

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