31/5/10

Llega un día en que el dolor ajeno deja de ser algo intransferible. Suele coincidir con el día en que tienes un hijo. En ese momento ya no vale nada de lo que pensabas sobre el sufrimiento y las cuidadosas líneas que antes trazabas delimitando su campo de acción. Porque ese día la carne de tu hijo se convierte en una extensión de la tuya. No hablo de autopistas mágicas ni de conexiones astrales. Aquí no hay metáforas: su carne es una prolongación de la tuya. Por eso, cuando tu hija se cae patinando y se rompe el codo, tú sientes un hachazo seco en el tuyo. Lo malo es que no puedes tumbarte en la camilla y decirle al médico: aquí está mi brazo y mi dolor, haga lo que quiera con él pero deje a mi hija en paz. Te tienes que conformar con ver tu brazo sano mientras tu corazón se arruga y empequeñece por un sufrimiento que no puedes canjear. Quizá por eso, cuando sujetaba el pasado viernes el brazo de Alba en las urgencias del Hospital de La Zarzuela, pensaba que la vida no entiende de justicias poéticas ni de tratos. La enfermera que la preparaba para hacerle las radiografías hablaba con mi hija en un idioma que se me escapaba. Me sorprendió la entereza de Alba, quizá más preocupada por mi abatimiento y mi confusión que por su dolor. Quizá las mujeres (o las mujeres en miniatura, lo que en realidad son todas las niñas) tengan una relación más real con la vida y sus desgracias. Quizá su combate con el dolor sea más frontal que el nuestro, tan masculino e idealizado que huele a mentira.
Me sentí ridículo e inútil. ¿Para qué sirve un padre? ¿Es un ser obligado a llenar de palabras huecas y tópicos de aliento los momentos más dramáticos de la vida de su hijo? ¿Alguien al que apretar la mano cuando tienes ganas de llorar? ¿Un autómata que dice sé fuerte, sé fuerte, sé fuerte? ¿Es esa toda su utilidad?
El dolor nos desnuda. Nos quita las capas de pintura y los disfraces. Nos reduce a lo que en realidad somos. Y el de un hijo lo hace con más rapidez e impunidad. Yo acariciaba la frente de Alba intentando tranquilizarla, cuando lo que en verdad buscaba mi mano era encontrar consuelo para mi vulnerabilidad. Le dije que ojalá me hubiese roto yo el codo en vez de ella. Y lo dije con la misma naturalidad que el que espera que mañana llueva. No había retórica ni pose. Si la vida me hubiese dado la posibilidad de ser yo el que estuviera allí tumbado esperando que unas radiografías diesen su veredicto lo hubiera aceptado sin pensar. Soy su padre y los padres hacen esas cosas, no tiene ningún mérito. Pero era ella, mi hija, la que intentaba sacarme de mi callejón sin salida. Uno nunca piensa que su hijo le pueda enseñar a comportarse en los momentos difíciles. Espera siempre ser él quien se lo muestre. Sin embargo yo he tenido que tener dos hijas para que me lo enseñaran. Hay una dignidad en el dolor que no es la que muestran las películas cuando el protagonista es abatido a tiros y todavía tiene entereza para darle una última calada a su cigarrillo. Ahora, cuando miro su brazo escayolado siento que la mía (ese conjunto de clichés masculinos de comportamiento ante el dolor) tiene mucho que agradecerle.

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